El gran Gatsby

Crítica de Alejandro Castañeda - El Día

¿Se pueden comprar el amor y la inocencia?

Jay Gatsby quiere comprar todo: el amor, el pasado, los sueños. Tiene tanta plata que ni la valora. Y se mira en el espejo de esa riqueza para ver reflejado lo mucho que ha dejado atrás para poder amasarla. La novela de Scott Fitzgerald vuelve al cine. Y el que la trae es el australiano Baz Luhrmann, un director más preocupado en el envoltorio que en el contenido. Estamos en 1922, en una época llena de euforia y arribismo. Gatsby es un millonario enigmático, que todos nombran y pocos conocen. Su meta es acumular dinero para poder recuperar no sólo a Daisy, su amor de juventud, sino aquel pasado de inocencia. Filme fastuoso que se mimetiza con el espíritu de este gran farsante que, como muchos millonarios, solo cree en el poder absoluto del dinero. Pero más allá de sus artificios y de sus extravagancias, vale como ejemplo de un arrollador romanticismo que busca retratar personajes lanzados en medio de ese mundo que es puro reflejo. El amor, el pasado, la traición, la soledad y el dolor desfilan entre la música de hoy y las pasiones de siempre. Es el vistoso, frenético y desbordado retrato de un héroe trágico que acabó siendo esclavo y no amo de su riqueza. El film dice que los millones enajenan, que la sensación de poder que da la riqueza, quita identidad, confunde, desmerece los sueños. Y que la inocencia y el pasado nunca se recuperan.

Gatsby mira desde su muelle la otra orilla de la bahía, esa la luz que lo acerca (y lo aleja) de Daisy. Es el amor. Y se extasía ante un reflejo que es pura esperanza. Y que siempre se le escapa entre los dedos