El gato desaparece

Crítica de Beatriz Molinari - La Voz del Interior

La locura más temida

Carlos Sorín hace honor a los laureles que supo conseguir, esta vez, con un drama de suspenso. El mismo director ha adelantado que filmó El gato desaparece a la manera de Hitchcock (La dama desaparece). Proponerse una película sobre el arte de hacer cine y tomar las reglas del género de suspenso, no aparta a Sorín de la capacidad para crear una historia sencilla, de elementos concentrados, absolutamente clara, como ocurre en un buen relato.

Ante todo, Sorín sabe narrar. Lo demás es un juego de sutilezas y planos que ponen al descubierto el drama puertas adentro.
Luis ha estado internado en un hospital psiquiátrico. Vuelve a su casa con la esposa (Beatriz Spelzini) quien permanentemente monitorea las reacciones, los cambios de humor y respiración del hombre que meses atrás se desempeñaba como profesor de filosofía en la universidad.

"La psiquiatría no es una ciencia exacta. Disfrute este momento", le dice el médico a Beatriz el día del alta. Pero la mujer no puede disfrutar. La chispa del miedo se enciende en ella y para colmo, Donatello, el gato, desaparece después de atacar a Luis.

Beatriz Spelzini y Luis Luque logran que las acciones cotidianas y la rutina de un matrimonio con hijos adultos se vuelva extraña, incómoda. La cámara sobre sus rostros, la luz con que Sorín crea un mundo privado lleno de detalles va generando una atmósfera tensa, sin perder ritmo. Es notable el trabajo de la pareja de actores. Spelzini, con su rol de mujer exacerbada, con los nervios hecho añicos; Luque, en una dimensión en la que cada gesto puede ser interpretado de diferentes maneras. A quién creer.

La búsqueda del gato abre el cuadro por el barrio y el parque. Beatriz va al Shopping; hay visitas, pero, las percepciones van ganando terreno a las evidencias y a las acciones físicas. "¿Qué tenemos en nuestra cabezas, Luis?" Pregunta Beatriz al marido que sonríe y parece no entender. Reinstalar la normalidad es el desafío, mientras Beatriz va perdiendo el equilibrio y busca confirmar las sospechas de no se sabe qué. Queda planteado, que la línea entre lucidez y locura es muy delgada. Sorín se guarda en la manga un buen final que cumple con Hitchcock y el espectador.