El ganador

Crítica de Miguel Frías - Clarín

El rival más temible: la familia opresiva

Filme sobre la historia real de un boxeador con entorno disfuncional.

Al margen de los gimnasios y el ring, del mundillo de perdedores que intentan revertir sus destinos a través del boxeo, El ganador es un drama (atenuado) sobre una familia disfuncional, con eje en la relación de amor-odio -gran iceberg del que vemos sólo la punta- entre dos medio hermanos. El irlandés Micky Ward (Mark Wahlberg) -cuya historia, al menos boxística, es real- combate contra sus rivales, pero principalmente contra su entorno: contra la neurosis endogámica familiar; contra el rol que le asignan y acepta; contra el deseo grupal, consciente o inconsciente, ambiguo, de que él los redima. Aunque no haya voluntad de daño, la familia puede ser más peligrosa que un gancho al hígado.

En el principio, David Russell ( Secretos íntimos ) nos muestra a Micky Ward y Dicky Eklund (Christian Bale), boxeador y ex boxeador, como dos cabezas parlantes de un documental televisivo. En rigor, “una” cabeza parlante, porque Micky parece resignarse, silenciosa, pasivamente, al estilo verborrágico, comprador, maníaco de Dicky, quien, en un pasado supuestamente glorioso, supuestamente derribó una vez a Ray Sugar Leonard. Más tarde sabremos que el documental no es deportivo sino sobre la adicción al crack, que Dicky no fue citado por su talento; apenas por su debilidad. Toda la película bordeará este tipo de patetismo, mitigándolo a través de la simpatía o del módico heroísmo del protagonista que decide ser mejor que sí mismo.

Dicky, en el pozo absoluto, fue el que formó estilísticamente a Micky, aunque los estilos de ambos sean antitéticos. No sólo frente a la vida: también en el ring. A la hora de pelear, Dicky era pícaro, ecléctico, ágil, escapista; Micky, en cambio, absorbe los golpes estático, con “nobleza” y frontalidad, casi como si los mereciera. Hasta que el odio (¿hacia sí mismo?) lo hace reaccionar: entonces intenta un único golpe letal, la victoria pírrica. Con su hermano como entrenador, un tipo que lo quiere y que acaso lo envidia, pero que se debate entre la megalomanía, la adicción a las drogas y la negación de la realidad, Micky parece condenado a la derrota eterna.

Todo se complica con una madre manager, dominante y manipuladora (gran actuación de Melissa Leo), y nada menos que siete hermanas que funcionan como un bloque, un coro, un solo personaje chillón y agobiante. La vida de Micky comienza a cambiar cuando conoce a Charlene (Amy Adams), una chica que estaba para más que lo que hace: atender la barra de un bar. Y que chocará contra la estructura matriarcal de la familia. En síntesis, en un mundo de viriles luchadores, los personajes de mayor personalidad son femeninos: una de las particularidades de un filme que, hay que admitirlo, también transita muchos lugares comunes.

En el ámbito barrial de Lowell (Massachussets), Bale -con su cara chupada, su coronilla pelada, su afición por los personajes desquiciados- y Leo -que jamás condesciende al sentimentalismo- se lucen en los papeles de mayor histrionismo. Sin embargo, Wahlberg y su sequedad son un correcto, necesario contrapeso. El actor se entrenó como un boxeador profesional y lo parece, salvo que su cara no está tallada por los golpes: sólo por la tristeza.