El ganador

Crítica de Javier Luzi - CineramaPlus+

A las trompadas

Uno puede inferir de la actuación sobria y contenida de Wahlberg, -que además fue uno de los productores-, por qué y cómo quiso contar esta historia, pero el choque con el director pudo más y el Método triunfa en toda su superficialidad.

De un tiempo a esta parte las películas de boxeadores tienen su lugar en el Oscar. La de este año es El ganador. Una historia de superación, basada en hechos reales, con intrincadas relaciones familiares y un fondo pueblerino y de clase baja. Un amasijo imposible de desdeñar para los votantes de la Academia.

Desarrollada en los ’90 la historia de Dicky (Bale) y Micky (Wahlberg) desanda traumas psicológicos en personajes que no saben de teorías y los experimentan en el cuerpo y los escupen en los reproches, puteadas y golpes que trocan ironía por literalidad. El hermano mayor arrastra la gloria de lo que pudo ser -una pelea con Sugar Ray Leonard que no pasó de un hacer besar la lona al campeón- ahora, arruinado por el crack y portando como resultado del consumo cierto “retraso” que lo hace especial. Pero esa sombra es un peso muerto para su hermano menor que pretende destacarse en ese mismo metier. Un padre algo pusilánime en una familia donde reina el matriarcado, compuesta por siete hermanas (como un aquelarre de jardín de infantes) y Alice (Leo) una madre terca, manipuladora, manager de sus hijos y que no puede ver su falta de luces en un mundo boxístico profesionalizado y cuasi gangsteril y con ese toque grasa de nuevo rico que los emparenta a la familia del personaje protagónico de Million Dolar Baby. Para que Micky consiga su meta, el amor de Charlene (Adams) y su férrea voluntad por apoyar su confianza y mostrarle los equívocos manejos afectivos de su familia será el punto de quiebre.

Planteada con un tono de comedia extraña, donde los mismos personajes parecen ser observados en sus faltas y literalidades causando gracia o provocándola en escenas que se construyen como secuencias, retazos o frescos, la película avanza a trompicones de naturalidad (artificial) en su primera parte echando mano a los consabidos procedimientos de cine indie (cámara en mano, puesta desprolija, técnica de seudo documental), causando extrañeza y asombro para luego virar bruscamente en el consabido y esperable melodrama de superación. Siempre sobrevuela la idea de que estos personajes básicos son interpretaciones de significado que rellenan moldes vacíos y huecos, manipuladores entre ellos, -lo que no los hace mejores ni peores-, y manipulados por algún deus ex macchina, lo que si es de objetar.

Por momentos uno tiene la sensación de que el grotesco amañado con nuestro conocido costumbrismo televisivo se adueñó del registro actoral (Bale y Leo a la cabeza, no por nada sus nominaciones): estereotipos, gritos, excesos, el Método en toda su superficialidad, y también del tono del filme (la escena de la pelea entre las mujeres, el festejo por la salida de la cárcel con torta incluida en el gimnasio, entre otras) y ese “ruido” más que una nota fresca de irreverencia suena a prejuicio de clase fácil y remanido.

Uno puede inferir de la actuación sobria y contenida de Wahlberg, -que además fue uno de los productores-, por qué y cómo quiso contar esta historia, pero el choque con el director pudo más. Ese cruce resulta en una película que se sube al ring para narrar los vericuetos de una familia disfuncional y la posibilidad de redimirse y volver a unirse como un remedo provinciano del sueño americano donde todos alguna vez pueden ser el orgullo de su pueblo si se saben vencer a sí mismos. Raro.