El francesito

Crítica de Luis Zas - Leedor.com

La vida normal de nuestra sociedad es una aburrida distracción hacia la muerte” – David Cooper

Aventurero, noctámbulo, seductor son algunas de las características de la personalidad del psicólogo suizo-argentino Enrique Pichon-Rivière (EPR) que muy bien retrata el documental de Miguel Kohan.

También se ocupa de aquellos atributos por los que ha trascendido Pichon-Rivière: el de ser un innovador de la psicoterapia, al vincularla a la sociología y a la dialéctica, con los saberes fundados por Sigmund Freud en el psicoanálisis cristalizados hacia la década del 50’.

Épocas donde se empezaba a delinear una síntesis entre Marx y Freud a través de Herbert Marcuse. De los primeros estudios de la antipsiquiatría, de los ingleses como David Cooper, y del incipiente estudio sobre la arqueología de las instituciones (entre ellas manicomio y Cárcel) elaboradas por Michel Foucault. EPR era parte de ese movimiento con un solo defecto: lo hacía desde la periferia, desde la Argentina.

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Hasta ahí todo lo que en general podemos decir sobre EPR, pero el film se arriesga a más, con una ambición que no se detiene sólo a reflejar al protagonista en sus luces y sus sombras. El film ilumina zonas mucho más ricas, como su pasado en el Chaco donde toda su familia de Ginebra se afincó en medio de los campos de algodón, y donde, antes que el castellano, aprendió el guaraní y con ello todos los elementos mágicos y cosmogónicos de esa cultura.

Dice EPR: “Se dio así en mí la incorporación, por cierto que no del todo discriminada, de dos modelos culturales casi opuestos. Mi interés por la observación de la realidad fue inicialmente de características precientíficas y, más exactamente, míticas y mágicas, adquiriendo una metodología científica a través de la tarea psiquiátrica”

Como Erasmo de Rotterdam, hay en EPR un elogio de la locura, y como Foucault cuestiona el mecanismo social (institución) que lo aísla, lo sume en prácticas aberrantes como el electroshock y lo termina matando, así tratamos a los radicalmente diferentes sin aprender nada de ellos.

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El Francesito, como le decían sus amigos, es reconstruido como El Ciudadano de Orson Welles, desde el punto de vista de sus seres más cercanos: su hijo Joaquín, la hija de una pareja que se mató en la ruta, o Ana Quiroga, última pareja y cofundadora de la Escuela de Pichon Riviere y de Alfredo Moffat, genio y figura, discípulo de EPR y fundador del Bancadero, peculiar lugar comunitario donde se trabaja creativamente en absoluta libertad, sin restricciones ni reglas, en la teoría de que el enfermo psiquiátrico es producto de una sociedad enferma.

A modo de collage, las imágenes que entrelaza Kohan tiene mucho que ver con la forma conceptual en que EPR vinculaba los saberes. Todo es un gran espiral donde el algodón y los yacarés se junta con las voces de hoy, las fotos de ayer y ese registro encontrado del mismo EPR de clases donde se puede percibir la firmeza del concepto y el magnetismo de una figura que se enamoró de poetas extraordinarios como Conde de Lautréamont, Rimbaud y Artaud.

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El film de Miguel Kohan es más un monumento que un documento, pero no de materiales duros e inflexibles sino maleables como la arcilla, molde como el que inauguran su hijo en el viejo neuropsiquiátrico JT Borda, retratado con fino humor en el film.

Tal vez el mejor material en que se podría hacer su monumento sería de algodón no solo para recordar su pasado en el Chaco y las enseñanzas de un guaraní mágico sino porque podrían llevarse cerca de la piel, intermediario entre al afuera y el adentro, puente de toda emoción, vinculo secreto y lascivo entre el deseo y su objeto.