El fin del Potemkin

Crítica de Claudio D. Minghetti - La Nación

La nostalgia, eje de una reflexión sobre pasado, presente y futuro

Viktor Yasinkiy nació en Bielorrusia y, cuando el socialismo en la Unión Soviética entró en crisis, pensó que podía ayudar a su pequeña familia viajando hasta Buenos Aires para trabajar como electricista en barcos pesqueros de la empresa Latar, que cumplían sus rutinas por la costa atlántica. Pero tuvo mala suerte. Como consecuencia de las políticas de glasnost y perestroika, aquellas naves quedaron varadas en Mar del Plata, con una carga que aquellos que las regenteaban prometían como compensatorio por el cese de las actividades. Pero nada de eso ocurrió y los trabajadores quedaron a miles de kilómetros de sus lugares de origen, con documentos de países que dejaron de existir y sin un peso en el bolsillo, más o menos igual que otro Viktor, de apellido Navorski, oriundo de la inexistente Krakosia, personaje del film La terminal , que queda imposibilitado de moverse de un aeropuerto cuando su país se disuelve.

Al Viktor del film del debutante cineasta marplatense Misael Bustos las cosas no le fueron tan bien como al imaginado por Steven Spielberg. La cámara, que también se ocupa de un colega suyo también a la deriva en un país que apenas conocían, establece un paralelo entre aquellos marineros rebeldes del acorzado Potemkin (según el film de Sergei Eisenstein de 1925), pero se ocupa de poner en primer plano al ser humano y su nostalgia por lo que perdió, su sensación de derrota y el intento de salir adelante a pesar de todo. El relato, si bien cobra emoción en la segunda parte, se resiente en ritmo. No obstante esta observación, Bustos consigue su propósito y pone en boca de Viktor un par de reflexiones memorables. "Nostalgia, sí hay, pero tenés que dominar eso. ¿Mi futuro? Nadie lo sabe, nadie sabe su futuro", dice en la cubierta de un barco desolado en Comodoro Rivadavia, con el soplido del viento como fondo.