El fin de la espera

Crítica de Micaela Gorojovsky - Cinemarama

Pequeñas anécdotas sobre las instituciones.

Una de las últimas apariciones de Ulises Dumont en la pantalla grande viene de la mano de Francisco D’ Intino en la película El fin de la espera que, a tres años de su filmación, finalmente fue estrenada este mes. Estrictamente narrativa, sin tiempos muertos y con gran fluidez nos traslada a un ámbito rural librado a la pobreza y al desamparo de la ley. Dumont encarna a Jacinto, un hombre que vive en las sierras para administrar y cuidar una granja que sirve de hogar a chicos desprotegidos y sin recursos. Mientras la vida diaria de los personajes se va desarrollando, la cámara los acompaña y, por momentos, queda hipnotizada por el vasto paisaje que los envuelve y que, lejos de ser un decorado, exalta una tranquilidad citadinamente desconocida.

La película empieza con una sequía que amenaza con echar a perder la cosecha y lo interesante es ver cómo este hecho que parece ínfimo se conecta estrechamente con los diversos grados de las maquinarias de poder que D’Intino exhibe a lo largo de su película. Frente a la posibilidad de perder todas sus provisiones, Jacinto con su astucia logra dominar a la naturaleza y no perder la plantación; éste sería el primer mecanismo de poder: el dominio del hombre hacia la naturaleza. Sin embargo, el desenlace no culmina felizmente ya que los propietarios de un terreno aledaño destruyen el dique que él y los chicos construyeron dejando en relieve el segundo engranaje de poderío que es el hilo conductor de la historia: el sometimiento de los hombres por ellos mismos.

En el film la dicotomía entre la abundancia desenfrenada y la carencia absoluta no es arbitraria sino que se revela como producto de las relaciones constitutivas entre el poder político, sus beneficios y la forma en que son repartidos dentro de la sociedad. Burocracias corruptas, cada vez más rollizas y egoístas junto con instituciones que sólo generan neurosis de abandono forman parte del maquiavélico panorama que rodea a Jacinto y a sus chicos. La fauna gubernamental y administrativa se transfigura en la lógica del logo: posar para la foto con los carenciados, elaborar una imagen institucional favorable; el fin justifica los medios, aunque estos sean vacua impostura. Jacinto resiste fuera de la ley y toma una decisión que condensa las paradojas insalvables de su tiempo: sólo a través de la supresión de sí mismo, de la moralidad y eticidad que lo caracterizan, puede encontrar la salida del laberinto. Cabe preguntarse si esta evasión de nosotros mismos es lo que actualmente nos exige la sociedad.

La mímesis con su contrafigura (Rulo, el personaje interpretado por Ricardo Bertone) y el pasaje de víctima a victimario se presentan como un mal necesario de naturaleza contradictoria pero que, al parecer, es la única vía de escape factible para el protagonista. Entre los muros que constriñen cada vez más al ser humano las posibilidades no existen y la solución se vuelve algo inevitablemente violento. Forzado a alejarse de lo racional, lo pasional copta a Jacinto y la justicia por mano propia se hace carne él.

Por casualidad (o causalidad) el estreno de la película viene a situarse en un contexto que le calza a la perfección. Que este sea un año de elecciones implica que la sensibilidad relacionada con todas estas temáticas está más a flor de piel que nunca. La larga espera por el debut terminó siendo completamente acertada: el debate sobre toda la maquinaria política se encuentra abierto.