El exorcismo de Anna Waters

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Que contentos deben estar, vivos o no hoy en día, los que participaron de “El exorcista” (William Friedkin, 1973). ¿Habrán imaginado el voluptuoso número de intentos por llegar a su nivel desde su estreno a hoy? Es difícil ver “El exorcismo de Anna Waters” sin romper en carcajadas ante la obviedad de querer ser lo que ya no se puede.
En la Introducción (en formato de archivo encontrado) vemos un cura (Colin Borgonon) exorcizando a alguien que termina muriendo. En realidad es un actor con un disfraz. Llamar vestuario a lo que tiene puesto es directamente quitar la categoría de los Oscar. Sospechamos que éste hombre volverá a aparecer después.
Jamie (Elizabeth Rice) es una agente de policía que se somete a un escaneo cerebral con resultado negativo. Pero mientras aguarda por los resultados en la sala de espera vemos a algún chico con espasmos involuntarios en el brazo. Así conocemos el mal de Huntingtong. ¿Da a entender que en realidad es el demonio que se mueve adentro? Puede ser. Es estúpida la idea, pero puede ser. No importa eso porque de todos modos ese atisbo morboso, pero interesante para el género, es abandonado como recurso.
La hermana de Jamie, Anna (Rayann Condy), murió en Singapur, así que viaja para allá. Anna Tenía una hija,. Katie (la pobre Adina Herz trata de hacer algo, pero la dirección actoral está decidida a impedírselo). Entre esta nena que asegura que su madre vuelve en siete días, la tía que no entiende lo que pasa (porque leyó el guión y así le fue), y una casta de personajes mal construidos y peor definidos, nos veremos forzados a creer en la originalidad de un texto, de esos que uno no termina de comprender como alguien firmó el cheque para su realización.
Kelivn Tong, el director, arma un argumento a base de dos historias que conviven al mismo tiempo. La del padre Silva que luego de sacar el demonio da conferencias de prensa sobre el hallazgo de lo que se cree es la “nueva” torre de Babel porque se arma por internet (¿hay demonización de las redes sociales?).
Jamie no cree que su hermana se haya suicidado como le cuentan, por eso decide ir a fondo con los extraños sucesos que vive allí. Un argumento bastante parecido a la injustamente ignorada “Constantine” (2004), pero sin solidez narrativa. Claro; como la hermana de Anna no cree en Dios le da a Don Belcebú el pie perfecto para que se manifieste de todas las maneras posibles. Lamparitas en cortocircuito, haciendo ruidos extraños y moviendo cosas de lugar, apagando y prendiendo luces (aunque en este punto hay que reconocer una significancia interesante de ese fenómeno), dando vuelta las cruces de la pared y hasta disfrazándose de buzo de los años 50, pero sin Cuba Gooding Jr en su interior, ni Robert De Niro dándole órdenes insólitas.
Es una pena porque dentro de este incordio de ideas, hay una que podría haber sido explotada mejor: Si antes el arameo era la lengua universal, hoy lo es el código binario y sólo por eso cualquiera que lo hable puede entender (y vulnerar) cualquier idioma (incluyendo los secretos) en el mundo virtual. Genial la idea. Por eso no se desarrolla en esta película.
El realizador no vio “El exorcista”, no vio ni el tráiler, sino no se explica por qué en un alarde de inconsciencia filmó la cama de la nena elevándose y a la propia nena girando la cabeza como un títere cuando anda poseída. ¿Nadie le avisó que ya se hizo eso? Igual no importa, porque como se mezclaron los guiones el elenco se decidió por hacer lo que se le canta mientras el director estaba en la mesa del catering. Fíjese qué original el tema de la tecnología; cuando aparecen unos chicos jugando el juego de la copa, lo hacen alrededor de una Tablet.
Aliviada la inteligencia del espectador cuando los títulos finales arrancan, queda el susto genuino de una continuación, pero hasta eso está mal instalado, así que no se preocupe mucho.