El estudiante

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Los nuevos traidores

Cuando el documentalista Raymundo Gleyzer gestó la ficción de “Los traidores”, generó una historia organizada en torno a sus convicciones políticas. Así, narró la historia de un muchacho que ingresó a la vida sindical como delegado en los años de proscripción del peronismo, para terminar convertido en un sindicalista corrupto. Para la visión del realizador (vinculado con el PRT-ERP) era claro que esa degeneración era producto de la falta de la guía “científica” del marxismo. El protagonista terminaba convirtiendo la política como reivindicación de lo popular en una fuente de privilegios, y pagaba por ello.

En “El estudiante” también hay un muchacho voluntarioso. Roque Espinosa, joven que ya ha empezado y abandonado un par de carreras (no sabemos dónde las estudió), llega a Capital Federal desde la provincia profunda de Buenos Aires (esa tierra que tanto parece atraer a Mariano Llinás y sus secuaces, responsables de “Historias extraordinarias”), para estudiar en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.

Se instala en una pensión, se acuesta con una chica (Valeria), que lo lleva a vivir a su casa en Avellaneda, se fascina con una ayudante de cátedra (Paula), con la que se acuesta, y por la militancia de ella termina metido en una agrupación llamada Brecha, cuyo cerebro no tan en las sombras es un profesor llamado Alberto Acevedo, que domestica cual monje budista a esa caterva de muchachos acosados por traiciones internas.

Roque terminará siendo el hombre de confianza de Acevedo, con excelentes dotes de organizador y operador político. Pero la propia rosca lo excederá, y descubrirá que las cosas no son como creía que eran. O sea: entra a la militancia por la “vía vaginal” (fea expresión muy usada en la política estudiantil; dato curioso: el Centro de Estudiantes de Sociales se abrevia Cecso), hace lo que le dice su jefe, hasta que cae en la trampa del sistema. Punto.

Vacío político

Santiago Mitre cocreador de la genial “El amor (primera parte)”, como Verónica Chen en “Agua” (esa incomprensible historia ambientada en la Santa Fe-Coronda), sitúa un relato en un contexto que parece no terminar de conocer; contexto que no es externo sino intrínseco al relato.

Podríamos pensar que la confusión entre la estudiantil Brecha y el grupo que impulsa la candidatura de Acevedo al rectorado es una simplificación de vínculos más complejos que se dan en la realidad (de igual manera, a ninguna agrupación estudiantil se le ocurriría mostrar a sus líderes extraestudiantiles alegremente en un encuentro con otras fuerzas). El problema reside en la poca claridad en la orientación política de los protagonistas.

Por ejemplo: Acevedo estuvo vinculado a proyectos del alfonsinismo y tiene amigos que estuvieron en la Coordinadora; por lo demás parece un peronista, y a la vez es el referente de Brecha, una pandilla mezcla de voluntariosos y rosqueros, que usan estrellas rojas en la remera y jamás se sabe bien cuál es su composición ideológica o programática.

El único personaje que parece tener en claro su posición es el compañero trotkista de Roque, que pega sus afiches entre pintadas con el rostro de Cristina Fernández de Kirchner (parte de la escenografía que brinda la verdadera facultad).

El problema es que la política universitaria (como toda la política) nada significa sin la variedad de matices que ofrecen las distintas agrupaciones: pensemos en el variopinto armado que significó el Movimiento para la Refundación de Sociales a principios de la década, o la kirchnerización de algunas agrupaciones que participaron del Espacio Nacional Independiente en aquel entonces. En definitiva: la política estudiantil sin distinciones entre independientes y “orgánicas”, entre “los de Octubre del ‘17 y los del 17 de Octubre” (como diría un veterano académico), es tan incomprensible como las historias de la Tierra Media sin entender la diferencia entre hombres, elfos y enanos, o un documental sobre la vida marítima sin entender qué hace distinto a un delfín de una ballena o un atún.

Tal vez nos sea casual la vinculación artística y académica del director y su staff con Pablo Trapero. Roque, como el Zapa de “El bonaerense” o incluso la Julia de “Leonera”, son más adaptativos que volitivos. “A donde fueres, haz lo que vieres”, podría ser el lema de los personajes traperianos. Así, Roque parece tomar pocas decisiones, y la más trascendental que tomará, hacia el final del relato, parece más motivada por revancha o despecho que por una cuestión de ideas.

Narración

Por lo demás, la construcción del relato es formalmente muy lograda, muy atrapante para el espectador, con un buen uso de la voz en off, a cargo de Esteban Bigliardi. Esteban Lamothe está correcto como Roque, con esa rusticidad que mostró en la obra “El tiempo todo entero” (en la que junto con Bigliardi se puso justamente a las órdenes de Romina Paula). Y bueno, Romina Paula es Paula, construida como una seductora militante, casi salida de una historia ambientada en los ‘70. Por lo demás, las actuaciones más vistosas son las de Valeria Correa como Valeria (la amante/casera/amiga), pícara y llena de matices, y Ricardo Félix como Acevedo, mezcla de sabio oriental con el Palpatine de “Star Wars”.

Si “Los traidores” de Gleyzer lo eran por convertir la política (entendida como una herramienta para transformar el mundo) en una porquería, en “El estudiante” la política es una porquería más o menos desde el principio del metraje. En ese aspecto (ni siquiera hay una “defraudación” profunda) el filme se torna un poco monótono. Si el resultado es funcional a la antipolítica, excede los límites del análisis artístico. Pero tampoco podemos culpar a Mitre por eso: la década del ‘90 no pasó en vano.