El escuadrón suicida

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

En el segundo intento por conseguir una película brillante sobre su escuadrón suicida (el primero fue con la despareja Escuadrón Suicida de 2016, de David Ayer), Warner y DC Comics logran un resultado decididamente satisfactorio, y todo gracias al talento artesanal del director James Gunn, quien venía de ser despedido de Marvel por sus polémicos comentarios en redes sociales y de dirigir con éxito las dos entregas de Guardianes de la Galaxia.

Todas las fichas estaban puestas en el hombre adiestrado en los galpones abandonados de Troma. Esa productora de deformidades de bajo presupuesto y objetos de culto con espíritu de clase B. DC Comics no se equivocó al contratarlo, ya que la factoría necesitaba un invitado con un toque desquiciado, que viniera a poner desorden en la casa y a subir el volumen del rock que faltaba.

El escuadrón suicida cumple con las expectativas del fan, con momentos inspirados, escenas de acción creativas y efectos digitales que sorprenden por su desfachatez y su look entre cool y canchero. Pero también hay mesetas narrativas, declives, pequeños baches, y las pocas libertades que se toma están siempre dentro de los parámetros de la industria, como si la máxima apuesta fuera el lucimiento de algún actor o actriz, y no la innovación cinematográfica.

Su estrella femenina principal, Harley Quinn/Margot Robbie, no se sale de lo que ya conocemos de ella, de su locura alegre, de su juguetona (y colorida) manera de matar. Sin embargo, El escuadrón suicida se disfruta por el atractivo de sus personajes estrafalarios, uno más demente que el otro (por ejemplo, el tiburón aniñado que dice “ñam ñam” cuando quiere comerse a alguien o la comadreja asustadiza que no sabe nadar).

Gunn los sabe hacer interactuar y aprovecha la excentricidad de cada uno, desarrollando lo suficiente sus psicologías como para entender de dónde vienen los superpoderes que tienen. La química que hay entre ellos hace que sea una película de personajes, un álbum de figuritas coleccionables, un catálogo de crápulas queribles, una lista de facinerosos encantadores.

El director los organiza en dos grupos. Al primero lo hace desaparecer en el prólogo (aunque no a todos sus integrantes). Al segundo lo presenta con más detenimiento y es el verdadero protagonista del filme. Allí se encuentran Bloodsport (Idris Elba), Peacemaker (John Cena), la chica de las ratas (Daniela Melchior), King Shark (el tiburón al que le pone voz Sylvester Stallone) y Polka-Dot Man (David Dastmalchian), el más lunático de todos. A ellos se les unen Harley Quinn (Margot Robbie) y el Coronel Rick Flag (Joel Kinnaman), los dos sobrevivientes del primer grupo.

El resto es la historia de unos supervillanos encarcelados que se convierten en superhéroes que salvan a la humanidad de unos locos que quieren crear un monstruo para dominar el mundo. Es por eso que son reclutados y llevados a una isla latinoamericana llamada Corto Maltese, cuyo gobierno es una dictadura militar que continúa en secreto un proyecto malvado de Estados Unidos, que viene de la época de la Guerra Fría, cuando muchos nazis huyeron a América para resguardarse y continuar propagando el mal desde las sombras.

El escuadrón suicida es un poco más gore, un poco más bizarra, un poco más excéntrica, un poco más freak que las anteriores producciones de DC. Es una feria de fenómenos que va de la simpatía más humana hasta el desquicio más siniestro, aunque nunca se pasa de la raya. Y la crítica política no pasa de la conciencia trillada de que el gobierno norteamericano siempre anduvo en cosas raras, fomentando dictaduras para continuar expandiendo sus tentáculos imperialistas.