El escuadrón suicida

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"El escuadrón suicida": cachivache lúdico

El director de "Guardianes de la galaxia" hace una apuesta por el disparate que le sienta muy bien a las desventuras de estos presos de alta peligrosidad que, a la manera de "Doce del patíbulo", deben unir fuerzas para cumplir una misión imposible.

Hace ya once años que James Gunn incursionó en el mundo de los superhéroes. No fue con una película para un gran estudio ni tampoco con estrellas encabezando la marquesina. Incluso ni siquiera había un protagonista con poderes especiales en Super (2010), sino un tipo común y corriente (Rainn Wilson, el Dwight Schrute de la serie The Office) que, al ver cómo su mujer caía bajo la influencia de un traficante de drogas, creaba un disfraz y se transformaba en un tal Crimson Bolt para luchar contra los malhechores de turno. Sí había un tono alejado del de la mayoría de las producciones de superhéroes, en tanto Gunn revisitaba algunos tópicos del subgénero rape and revenge –que alcanzó su esplendor en los desencantados años 70– estilo El vengador anónimo con una impronta de comedia gore. Contratado luego por Disney para dirigir las dos Guardianes de la galaxia, y echado cuando la policía digital le carpeteó una serie de tweets escritos una década atrás, cruzó de vereda y se sumó a las huestes de Warner-DC para timonear los destinos de El escuadrón suicida, nueva versión de la película “casi” homónima (le pusieron el artículo para diferenciarlas) hecha en… 2016.

A diferencia de su colega David Ayer antes, Gunn tuvo luz verde para filmar lo que se le cantara. Y se nota. El escuadrón suicida no es redonda, ni tampoco quiere serlo. Es por momentos caótica y torpe, con personajes deslucidos y otros que parecen estar allí por el peso de su nombre antes que cualquier pertinencia dramática. Harley Quinn (Margot Robbie), por ejemplo, se corta sola para una extensa aventura personal, dejando en claro el peso de ella en el esquema futuro de Warner. Pero hay también una voluntad lúdica, una apuesta por el disparate que le sienta muy bien a las desventuras de estos presos de alta peligrosidad que, a la manera de Doce del patíbulo, deben unir fuerzas para cumplir una misión imposible, en este caso en una isla cercana a Sudamérica llamada Corto Maltés. Y se sabe que, si un tanque de estas características sitúa la acción al sur del Río Bravo, es porque hay que cazar nazis o voltear alguna dictadura comandada por un militar de camisa floreada y habano en la boca. Aquí, efectivamente, hay resabios del nazismo y una dictadura, pero quien manda es un presidente de traje inmaculado interpretado por el argentino Juan Diego Botto. Por ahí también aparece un algún personaje secundario con acento rioplatense, un llavero de Mafalda y un almuerzo muy rico con empanadas.

El gobierno estadounidense, encarnado en Amanda Waller (Viola Davis), reúne a un grupo de presos de alta peligrosidad para que, una vez en la isla, investiguen una pista según la cual un doctor medio loco –y con lamparitas insertadas perpendicularmente en la cabeza, como si fuera el rostro de Geniol– continuó una serie de experimentos nazis. Y hasta allí llega el grupo encabezado por Peacemaker (el ex luchador John Cena), Bloodsport (Idris Elba) y la mencionada Quinn, secundados por Rick Flag (Joel Kinnaman), Ratcatcher (Daniela Melchior), King Shark y Polka-Dot Man (David Dastmalchian). Shark tiene la voz de Sylvester Stallone y es un tiburón gigante que usa la cola como pata y las aletas para cachetear. Peacemaker se pasea en sunga blanca mientras coordina las acciones con sus compañeros. Ratcatcher es capaz de dominar a las ratas como no se veía desde El flautista de Hamelin. Polka-Dot Man tiene la virtud de escupir lunares destructores. Gunn sabe que todo es un delirio, y le suma a este último un absurdo trauma familiar, con proyecciones de mamá incluidas.

Hay algo de cine chatarrero en esta película que recuerda al de la saga Los indestructibles. Por su idea de la fuerza física como elemento central, incluso más que cualquier poder, pero sobre todo por su espíritu inocentón. Si el despliegue de vísceras y sangre es propio del gore, el humor es mayormente visual e infantil. Un humor que se pierde sobre la última parte, cuando llegue la inevitable batalla final, en este caso contra una estrella de mar gigante, con un ojo en el centro y piel dura de lagarto. Un cachivache, igual que la película.