El emperador de Paris

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Un policial con marco histórico

El caso que llevó al archicriminal Eugène-François Vidocq a convertirse en el fundador de la policía francesa es el centro del film.

“Que cualquiera pase delante de mí, que si es un ladrón profesional lo descubriré y hasta seré capaz de indicar a qué género pertenece.” La frase es digna de haber sido dicha por algún detective literario como Holmes, Dupin o Poirot. Sin embargo pertenece a quien fue el molde de todos ellos, Eugène-François Vidocq, célebre fundador en tiempos napoleónicos de la  Sûreté Nationale (Seguridad Nacional), la famosa policía francesa. Se trata de uno de los personajes más fascinantes de la historia de ese país, que pasó de ser el criminal más famoso de su tiempo, a fundar en 1812 la primera institución policial moderna del mundo. Desde ahí logró sanear a París de criminales con métodos aún discutidos.

Su vida se convirtió en mito por obra de sus méritos y del autobombo. Sus Memorias son un compilado de aventuras asombrosas, en las que Vidocq se jacta de su ingenio y de un estricto código ético, incluso en su época de convicto. Su figura influyó en escritores como Victor Hugo o Edgar Allan Poe, quien construyó a su inspector Dupin seducido por las hazañas que Vidocq se atribuía en sus libros, con lo cual se lo puede considerar padre putativo del policial. De haber nacido en Filadelfia o Boston, Hollywood ya lo habría convertido en superhéroe. Pero nació en Arrás, cerca de Bélgica, y el cine francés se ha aproximado poco a su figura, casi siempre con ideas pobres.

Con El emperador de París Jean-François Richet logra un acercamiento atractivo a un personaje con los matices de Vidocq. No se trata de un relato biográfico, sino de un policial que se trenza con el contexto histórico. El mismo arranca en 1805 con Vidocq convertido en una celebridad del hampa, preso en una galera, esos barcos presidio donde se amontonaba a delincuentes peligrosos. La secuencia lo enfrenta a la crueldad del sistema y a una nueva fuga, especialidad que le dio fama. Con una identidad falsa intentará reformarse, pero el destino volverá a llevarlo ante la justicia. Ahí Vidocq realiza el giro que cambia su vida, ofreciendo sus conocimientos de los bajos fondos para ayudar a detener a otros delincuentes. Un botonazo auténtico.

El emperador de París idealiza al personaje, que en la piel de Vincent Cassel muestra las contradictorias piruetas éticas de Vidocq, pero siempre asignándole valores positivos. Apoyado sobre una portentosa reconstrucción de época que se acentúa con movimientos de cámara grandilocuentes y vistosos, Richet retrata en clave de aventuras al hombre que creó un cuerpo policial con un equipo de descastados, poniendo en escena sus conflictos internos. Pero aunque no elude los métodos ni las contradicciones éticas de Vidocq, es cierto que está más interesado en crear buenas secuencias de acción y en dotar al personaje de un carácter heroico, que en profundizar en la figura de quien escribió que “la policía no es otra cosa que un conjunto de jubilados de las galeras”, poniendo en evidencia que la institución policial nació con una pata en el mundo del crimen, donde continúa metida hasta hoy.