El discurso del rey

Crítica de Martín Stefanelli - ¡Esto es un bingo!

Gente de teatro

El discurso del rey era de las esperadas, de ésas que se estrenan un rato antes de los Oscars dentro de un paquete de películas “serias” que tienen todo para ganar. Era de ésas que en Rotten Tomatoes consiguen un consenso arrollador entre los críticos profesionales y amateurs. De ésas que llegan a la cartelera porteña y logran lo mismo: veredictos muy favorables en diarios y blogs. Era, era, era. Y por fin pude ver qué es, qué es lo que tiene esta película para recibir tantos elogios si en su medianía de todo orden no hace, no dice, no cuenta nada que vaya más allá del manual reglamentario. Los que la celebran dicen que es una gran película de actores. La última parte es verdad: Helena Bonham Carter, Geoffrey Rush y sobre todo Colin Firth hacen un buen trabajo. Ya se sabe; como en Mi pie izquierdo o Claroscuro, cualquier tipo de incapacidad física o psíquica que sufra el protagonista es tomada como el desafío más grande que puede imponer la profesión. En ese sentido, Firth tiene medio Oscar en el bolsillo: trastabilla su lengua con agilidad, se pone rojo de incomodidad y revolea los ojos cuando no le salen las palabras como a un tartamudo perfecto.

A su personaje el problema en el habla no le habría impedido sentarse en el trono si no hubiera aparecido un medio de comunicación como la radio. Esa nueva forma de relacionarse con el súbdito podría ser algo para descubrir en la película, pero no hace falta; antes de que su padre le transfiera el reinado con su muerte todo queda dicho en los diálogos: “Ahora debemos invadir los hogares de la gente y amigarnos con ellos. Esta familia ha sido reducida a lo más bajo de todas las criaturas… nos hemos vuelto actores”. Un discurso así, además de anticiparse a cualquier exégesis que pueda hacer el espectador, deja en claro que esta es una película de, por y para actores, del mundo de las tablas y la interpretación bien entonada. Entonces se propone contar que en el siglo de las masas ya no alcanza con saludar desde el balcón; ahora, a la vieja figura lejana del gobernante hay que agregarle un cuerpo y más que nada, una voz. Los tiempos cambian: la familia Real queda abrumada al ver en un noticiero cómo Hitler gesticula, revolea los brazos, eleva y baja la voz como un performer experimentado. Ahora en cada acto o inauguración aparece junto al púlpito la figura amenazante del micrófono. Por eso quien se va a encargar de educar la pronunciación del Rey Jorge VI, el que lo va a hacer descender hasta el pueblo de la manera en que el pueblo lo quiere ver, no es un médico ni un fonoaudiólogo, sino un simple actor aficionado.

Secuencia de entrenamiento: relajarse, saltar, gritar como loco, mover la lengua de acá para allá y hacer sonidos extraños con la boca. Los ejercicios que enseña cualquier profe de teatro le ayudan al Rey a enfrentar al público sin hacer chocar una palabra con otra. En medio del tratamiento se va generando fría una amistad entre el personaje de Firth y Rush que nunca llega a derribar las barreras de clase que existen entre un hombre de la nobleza y un humilde australiano apasionado por la actuación. Al final, esa relación de amistad, y cualquier efecto que esa relación pueda mover en el espectador, queda en términos medios. Y si lo importante no pasaba por ahí sino por el discurso que el Rey tenía que leer por radio para declarar la guerra, la misma emoción habría provocado que leyera la lista de compras del supermercado. Porque después de todo, si puede pronunciar el libreto de corrido puede ser un gran actor, su majestad de las tablas.

Habría sido interesante que la tartamudez del Rey Jorge VI tuviera alguna relación formal con la película. Pero la película misma no duda, no vacila como un tartamudo, va directo a lo que quiere por el camino más fácil y aburrido. Si hay algo en la psicología de ese personaje que interpreta Colin Firth que se transfiere a la forma de las imágenes, quizás sean esos planos tomados con gran angular que desfiguran los cuerpos y los escenarios. Sólo que no se sabe por qué; ¿así ve el mundo un tarta, deforme y atormentado? ¿O no será más que una pincelada de color para tapar el gris? Lo más probable es que esos planos extraños que retratan la tibia amistad que une al Rey y a su maestro de dicción no sirvan para otra cosa que para alejar un poco a la película del teatro, para darle un toque de cine. Pero, ¿es tan mala El discurso del rey? No, no lo es. Sólo que su incapacidad para arrancarme algún tipo de emoción ni siquiera me hace enojar, y al fin y al cabo eso es mucho peor.