El dictador

Crítica de Marina Yuszczuk - Otros Cines

De eso sí se habla

La comedia tiene la capacidad felicísima y vital de dar vuelta el mundo como un guante para mirarlo todo desde otra perspectiva: en El dictador, Sacha Baron Cohen –actor pero también coguionista- pone todas sus fichas en una inversión semejante y hace, exagerando un poco (pero sólo un poco), la película que nadie haría. Es que El dictador tiene todo lo que hace falta para ser considerada de mal gusto, salvaje, excesiva, ofensiva y no apta para todo tipo de sensibilidades; por suerte, Baron Cohen parece muy convencido de que las “sensibilidades” no son esa vaca sagrada que no hay que tocar nunca, sino todo lo contrario: de vez en cuando está bueno matar a la vaca y hacerse un asadito (perdón, vegetarianos).

Esta vez, el chico que fue Borat y Brüno se pone en el disfraz del Almirante General Aladeen, gobernante supremo y autoritario del estado de Wadiya, un país en el norte de Africa que los Estados Unidos ven con horror por su falta de democracia (la película empieza de hecho con un noticiero donde la imagen de Wadiya se ofrece como un espejo para la mirada occidental, antes de mostrar su reverso). En su patria, la riqueza petrolera le permite a Aladeen organizar sus propios Golden Globes y Juegos Olímpicos en los que, por supuesto, se lleva todos los premios; cambiar un montón de palabras del diccionario por “Aladeen”; conseguir armamento nuclear “para propósitos medicinales solamente” (pero nunca atacar a Israel); y pagar para tener sexo con todo Hollywood, empezando -y terminando bastante rápido- por Megan Fox.

Aladeen es feliz en Wadiya y está totalmente convencido de sus costumbres y su forma de gobierno, pero la diplomacia internacional tiene sus demandas y el problema comienza cuando viaja a los Estados Unidos para quedar bien con las Naciones Unidas -que él llama "una reunión de serpientes"-, donde lo secuestran y lo reemplazan por un doble. En el trasplante de Aladeen a Manhattan, donde se tiene que hacer pasar por un chico común que trabaja en un supermercado, y en sus reacciones espontáneas ante todo que en un nuevo contexto no dejan de acumular brutalidad y escándalo, se basa el humor de buena parte de la película.

Y, para reforzar el claroscuro, la copiloto de Sacha Baron Cohen es una Anna Faris de pelo cortito, activista de la ecología y dueña de un supermercado verde donde trabajan inmigrantes perseguidos políticamente, que hasta tiene baño para lesbianas. Faris se llama Zoey (¡obvio!), tiene pelos en las axilas, no se considera racista porque “nunca tuve un novio blanco” y es tan fanática de la democracia (es decir, acrítica) como una cheerleader de su equipo; en definitiva, es un estereotipo con shorcitos pero no puede verse, inmersa en un mundo donde todos sus valores se consideran obvios y naturales.

Pero, además de la caricaturización de todo lo que define al mundo occidental, y su conversión en un estereotipo tan grueso como el que ese mundo tiene de oriente, El dictador, con un guión trabajadísimo y la mayor concentración de chistes por minuto que se haya visto en mucho tiempo, apuesta también por un humor absolutamente absurdo y brilla en los juegos verbales, como en la escena en que Aladeen entra a un bar de Little Wadiya (un barrio neoyorquino de refugiados) e inventa nombres ficticios a partir de los carteles de las paredes (“Me llamo Ladis”, “¿Ladis qué?”, ¿Ladis Wash Room”). Y con el mismo nivel de inteligencia, la película termina con la definición de democracia tal vez más sincera que se haya escuchado en mucho tiempo: es que el humor de Sacha Baron Cohen da vuelta nuestra idea de corrección porque parte de la base de que no hay nada que no pueda decirse. Es contra esa limitación sutil y a veces hasta hipócrita de no decir que Aladeen de Wadiya dirige sus armas nucleares.