El Diablo Blanco

Crítica de Luciano Mariconda - A Sala Llena

SANGRIENTA LUNA TUCUMANA

Un grupo de jóvenes maneja por la ruta. A esta altura, la premisa suena como los chistes que enumeran a tres personas con tres nacionalidades distintas y un problema en común. Sin embargo, hay que concederle al director Ignacio Rogers que en su primer largometraje no hay clavos ni trampas en la ruta; los neumáticos llegan inflados al destino elegido (tal vez habría que revisar el motor en algún rato libre). Cuatro amigos (una pareja consolidada, otra que lo fue) llegan a unas cabañas al costado de las rutas tucumanas (el nombre “El diablo blanco” no los inquieta y ese es su primer error). Pero, ¿qué otros peligros puede ocultar la selva para unos jóvenes (acaso porteños) que no sean una nube de mosquitos y quedarse sin yerba en medio de la nada? Pronto, uno de ellos se encontrará con el diablo blanco del título, un conquistador en busca de venganza o algo así. En realidad, la sinopsis es lo menos importante de este film, de climas irregulares y de escenas que necesitarían una mayor participación de la magia del montaje.

Pero Rogers maneja mejor el terror que subyace en la temática que el trámite formal. El diablo blanco toma algo del slasher y algo de una leyenda ancestral –lo conocido y saboreado tantas veces, rituales incluidos– y los pone a deambular por la selva. Tras la insistencia del dueño del complejo para que se dé una vuelta por un lago cercano, Fernando (interpretado por Ezequiel Díaz) se rinde y baja solo (sus amigos prefieren dormir, un hecho recurrente en esta película de motivaciones anestesiadas). En medio del camino se encuentra con un hombre ensangrentado que lo dispara de vuelta hacia la cabaña y a la seguridad extrañamente reconfortante que sentimos bajo las sábanas. Las muertes no tardan en aparecer, pero lo más inquietante es la forma en que todo el pueblo apunta a Fernando como sospechoso de los crímenes.

Antes de que las cosas se compliquen, los amigos (el mencionado Díaz junto a Violeta Urtizberea, Julián Tello y Martina Juncadella) al menos logran aprovechar un día al aire libre. Los cuerpos recortados sobre los bloques naranjas de las sierras y la selva dan paso a conversaciones amigables y uno siente que Fernando y su ex se extrañan más de lo que su discurso sobre los beneficios de la soltería da a entender. Cuando los personajes se trasladan a un hotel más genérico, el film transmite el tedio de unas vacaciones interrumpidas por la burocracia pueblerina-pagana. Los cuatro amigos deambulan por pasillos, se tiran en la cama, duermen. Parece una película de jóvenes bucólicos apenas congestionados por el misterio a su alrededor.

Cuando la acción finalmente se traslada al bosque profundo y el fuego de los sacrificios y la complicidad de las sombras de la comunidad se eleva por encima de los árboles, uno siente que esta es la película que El diablo blanco debería haber sido en su totalidad: siniestra, mala onda y pesimista en su mirada sobre las tradiciones contagiadas a través de las generaciones.