El Diablo Blanco

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Falta sangre en las manos

“¿Quieren dar una vuelta por la laguna para sacarse la ruta de encima? En noches despejadas como esta es hermoso”. La frase del encargado de las cabañas de alquiler -extraño y algo perturbador, como corresponde- ofrece ese indispensable aire ominoso que anticipa el tono de lo que vendrá. El lugar no es Crystal Lake, pero la presencia de un hombre ensangrentado que camina en medio de la noche, ensimismado al punto de parecer un ánima, no anticipa las mejores vacaciones para las dos parejas que acaban de llegar al lugar. 

Ya la secuencia de títulos, con sus letras rojas no del todo nítidas, enlaza visualmente a El diablo blanco –ópera prima como realizador del actor Ignacio Rogers– con la tradición del slasher. En particular el primigenio, el de comienzos de los años 80. Por estos parajes no anda merodeando Jason Voorhees, pero la trama revelará más temprano que tarde que alguien anda despachando gente a puro y limpio degüello. Aunque eso, como se verá, no será lo más impactante. En la ruta, antes de llegar al pequeño complejo “El diablo blanco”, y ante el más extraño de los santuarios al costado del asfalto, los jóvenes reciben la primera pista de que la boca del lobo los espera con las fauces abiertas.

Rogers, a quien los espectadores más cercanos al indie nacional recordarán por su papel en Como un avión estrellado o como el protagonista de El pasante -y que para su debut detrás de las cámaras decidió no pasearse delante de ella-, no pretende inventar la rueda. El guion, escrito a seis manos, va tildando varios de los lugares comunes de este tipo de relatos, desde el misterio sin pistas racionales del comienzo, pasando por la incredulidad y la negación ante los acontecimientos más chocantes y culminando, desde luego, en el horror definitivo, cuando ya no existe la posibilidad de la marcha atrás. Un crimen, la sensación de extrañeza que va empañando la vigilia de uno de los turistas (el personaje interpretado por Ezequiel Díaz) y la inesperada indisposición del automóvil ponen al cuarteto en alerta, aunque el discernimiento aún no les permite avizorar la perversión de aquello que los rodea.

Díaz, Violeta Urtizberea, Julián Tello y Martina Juncadella les ponen ganas a sus papeles, algo flojos de densidad en la caracterización aunque funcionales a la sencilla trama, que va acercándose de manera creciente a cierta previsibilidad genérica, como si la capacidad de generar sorpresa se desvaneciera con cada nueva secuencia. 

Mucho más que al subgénero de loco suelto, puede pensarse a El diablo blanco como un pariente lejano, aunque nacional y popular, de las películas británicas de horror pagano de los años 70, con sus vecinos intentando hacer pasar por excentricidad los más horrendos actos de fe y contrición. El acercamiento de Rogers a ese universo es moderadamente eficaz pero algo melindroso, como si no pudiera o no quisiera (paradójicamente, tratándose de lo que se trata) mancharse las manos con sangre.