El destino de Júpiter

Crítica de Elena Marina D'Aquila - Cinemarama

Guardianes de la Galaxia

Siempre con esa obsesión latente por contar todas las historias que puedan contrabandear dentro una misma película, los hermanos que comenzaron escribiendo el guión de Asesinos –dirigida por Richard Donner– entregan otra de sus auténticas rarezas. El Destino de Júpiter explota como un petardo en la cara desde los primeros minutos con una escena que combina de manera perfecta el movimiento continuo de la acción con una gran claridad narrativa.

La imaginación es lo que propulsa cualquier historia concebida por los Wachowski, que en esta ocasión nos deleitan con un diseño de producción impactante, encabezado por un Júpiter renacentista con toques góticos que parecería más inspirado en lugares existentes de nuestro planeta que en escenarios provenientes de la ciencia ficción literaria o cinematográfica. El último opus de los hermanos maravilla, con su puesta en escena barroca, representa un giro muy interesante para el cine de ciencia ficción actual; la originalidad que le imprimen a todos sus proyectos ya es una marca registrada de su inclasificable pero altamente reconocible estilo visual.

La premisa de la película, en la que Júpiter Jones (Mila Kunis), hija de un astrónomo y una inmigrante rusa, se dedica a la limpieza de casas hasta que descubre que pertenece a la realeza en otro universo, es elevada a niveles interplanetarios, literalmente. En un mundo en el que la industria cinematográfica prefiere ir a lo seguro con historias derivadas de otra cosa preexistente (basadas en best sellers, en comics, secuelas, spin off, remakes y un largo etcétera), la gran virtud del cine de Lana y Andy Wachowski reside su concepción de universos fantásticos inagotables exclusivamente inventados para la ocasión. Ver El Destino de Júpiter en la pantalla grande es algo parecido a la sensación de estar soñando, porque la fascinación surge no solo del impacto visual de cada plano y de la gran utilización de los efectos especiales, sino que el milagro se produce al observar cada una de las capas que componen esta gran nave de ideas: un cuento de hadas, una película de ciencia ficción, una de aventuras y una ópera espacial que, a su vez, se las ingenia para incluir algunas referencias cinematográficas y condensar todo el cine de sus creadores en tan solo noventa y dos minutos.

Los hermanos que dieron sus primeros pasos detrás de cámaras en 1996 con Bound –cine negro en estado puro– encontraron una forma de contar historias que se aleja de lo predecible, nutriéndose de los estereotipos pero sin caer en los lugares comunes, mas bien moldeándolos para darles la forma requerida por la historia.

Todas las películas de los Wachowski son la película más ambiciosa de los Wachowski. Cuando digo esto, me refiero a la realización de obras que exceden las pretenciones más extravagantes y surfean los límites de lo realizable. Un ejemplo es Cloud Atlas: La red invisible, película incomprendida por gran parte del público y por algunos sectores de la crítica. Sucede que los directores que alcanzaron la cima del éxito con Matrix –otra revolución cinematográfica–, no piensan en términos financieros o de producción, sino que su método es simplemente dar rienda suelta a su imaginación y luego plasmar sus desproporcionadas ideas en pantalla. Pero a diferencia de ese gran puzzle de historias entrelazadas que viajaban desde el siglo XIX hasta un futuro posapocalíptico, en su último opus todo resulta orgánico: el relato nos seduce, nos divierte y nos interesa de una forma en la que solamente un puñado de películas recientes lo han logrado.

El destino de Júpiter –al igual que Meteoro– es una película-juguetería, un Tetris perfecto que se arma siguiendo la lógica del sueño en el que las imágenes pueden no tener un sentido pero se sienten llenas de significados.