El desentierro

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Gris ceniza y colores de carnaval

Durante el carnaval de Humahuaca, una pareja enfrenta una huida pero también un ánimo caído en estado larvario, a partir de un registro que imbrica ficción y documental.

El cine de Claudio Perrin tiene una fisonomía ganada, a partir de años de trabajo y persistencia. Director de Bronce y Umbral –cada película con reconocimientos labrados en festivales diversos–, es relevante señalar que el año que termina contuvo sus dos títulos más recientes: El Cuento y El Desentierro. Un logro que no fue buscado adrede, sino consecuente con los tiempos internos a toda película. La coincidencia es feliz, porque constituye un díptico imprevisto. Además, en las dos películas el director agrega al trabajo habitual de su actriz y pareja, Claudia Schujman, el de su hijo Zahir. En este sentido, vale distinguir el paso del tiempo que el crecimiento del niño expone, algo sustancial a la materia fílmica, y algo a la vez afectivo para el propio realizador.

De este modo, entre El Cuento y El Desentierro, Zahir ya aparece como personaje y persona recurrentes, tanto como Schujman, su madre. El cine de Perrin, en este sentido, es un ámbito familiar donde dar cuenta de la vivencia propia, cercana, y atenta con lo que alrededor se respira.

Gran parte de El Desentierro fue filmada durante el carnaval de Humahuaca, hace dos años. Así como lo harán sus personajes, director y equipo labraron kilómetros a la manera de una road-movie. La referencia de época durante el rodaje es crucial, porque los tiempos políticos y económicos recientes, con el neoliberalismo en su esplendor, son un contrapunto perfecto para el colorido musical jujeño que persigue la cámara. El carnaval, con toda su carga histórica y pagana, oficia casi como un antídoto inmanente, proveniente de tradiciones profundas y siempre molestas a las políticas de derecha. Allí descansa, justamente, la propuesta estética y política de El Desentierro.

Es en esa necesidad de diversión social –rasgo que, se sabe, estuvo apagado de manera palpable–, donde aparece la película. Una intuición que si bien Perrin acarrea a partir de un guión escrito hace casi veinte años, no es casual haya podido concretar recién ahora, en estos tiempos funestos. Seguramente, con ello tendrán que ver también las caracterizaciones de Claudia Schujman y Roberto Chanampa, la pareja que huye junto a su hijo sin un rumbo premeditado. Desde luego, hay un hecho que lo desencadena, pero aquí no se lo revelará.

Desde lo argumental, los dos se encuentran hundidos en un hacer cotidiano que los obliga; uno es pintor, la otra, prostituta. Entre ellos hay una comunicación de gestos breves y cansados. El inicio de El Desentierro ya es brutal, con el cuerpo de Schujman expuesto de manera descarnada, tal vez por un golpe, no se sabe. Lo terrible del caso es que se trata de un momento matutino. Recién comienza el día, y a esa herida habrá que cargarla. Por su parte, la mirada de Chanampa está caída, esculpida en un tiempo que no le ha sido grato. Sus palabras se arrastran como gruñidos.

Quien surge como una lucecita de color es Zahir, el hijo, aun cuando no se trate de una luminosidad que les contagie, antes bien, pareciera molestar o apelar a una obligación que atender. Es más, Zahir tiene su voz callada, esboza palabras y juega aburrido. Lo que no se dice, lo que no se muestra, es lo que de veras sucede entre ellos; y el espectador apenas tiene acceso a sus secretos. Por eso, la huida. Salirse de todo esto.

Todo viaje generalmente ocurre con el fin puesto en narrar, en contar las historias vividas. Pero aquí no hay una cohesión semejante. De lo que se trata es de tomar un camino que les lleve lo más lejos posible, aun cuando con ellos viajen también los problemas irresueltos. De esta manera, llegar a Humahuaca y sus colores no podría oficiar de forma más paradójica. Es en esta contradicción en donde El Desentierro encuentra su puesta en escena, en la discordia que promueve el gris ceniza del trío protagónico con la explosión pagana, de color saturado, del carnaval.

La alegría que la cámara captura es real, la gente que surca los encuadres deja una estela festiva. En este acontecer verídico se zambulle la película con su desazón, con el gris anímico perfilado desde las caracterizaciones. La mixtura entre la ficción y el documental sucede. Y para ello es que se prepara toda la primera parte del film, a partir de un relato claramente pautado en secuencias y escenas, hasta llegar a la ruta de lo imprevisto. Aun cuando el desarrollo argumental ya tenga una estructura prefijada, es ahora donde surge la posibilidad de que el diablo y sus bailes aparezcan desde el capricho. Por eso, no importará precisar en qué orden fue organizado realmente el rodaje –en verdad, primero se rodó en Jujuy, luego en Rosario–, puesto que desde la deriva dramática, es la mirada del espectador la que finalmente importa.

Cuando los personajes deambulen entre ritos y músicas reales, aparecidos para la cámara (im)paciente, es el rostro de Schujman el que contrae una alegría a la que no se atreve, entre la remembranza posible de algo pasado y feliz y la desazón presente. El entorno se extraña –ya es algo extraño, de hecho– y sus personajes miran sin saber dónde ir, dónde están. Los adornos de carnaval que la actriz deja ver en su cuerpo la vuelven partícipe de ritos que desconoce, ante los cuales demuestra sin embargo afecto. Su cara adopta máscaras tribales, hay algo primario que allí late. También hay un hijo. Es madre, ¿por qué, para qué? Igualmente, ser padre, ¿por qué, para qué?

En preguntas que resuenan como un eco molesto, que las imágenes y sus relaciones promueven, está el quid del asunto. Las relaciones entre los personajes se saben, pero sus móviles no. Hay algo más. Así, como punto medio surge otro personaje, que oficia como una medianía entre el gris ceniza de una ciudad ya lejana y el colorido jujeño adoptado. Lo interpreta Rodolfo Pacheco, quien realmente lleva en Jujuy una vida de características parecidas. En él está el equilibrio que el drama requiere. A partir de su incidencia, habrá una resolución. Pero los puntos suspensivos serán determinantes. ¿Hacia dónde camina la madre? Más aún, ¿hacia dónde lo hace el hijo?

Si en la reunión final es como se satisface la impaciencia de cierto cine, algo todavía presente en muchas producciones, aquí será su falta, la ausencia de una sutura, lo que prevalezca. La cámara permite, entonces, que los personajes se alejen. Las preguntas, de todas maneras, permanecen.