El conspirador

Crítica de Diego Lerer - Clarín

Una lección de educación cívica

Redford indaga en el juicio a los asesinos de Lincoln.

La historia del juicio a los que conspiraron en asesinar al presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, en 1865, le sirve a Robert Redford, en su rol de director (no actúa), para intentar trazar un paralelo con la situación actual de los Estados Unidos “en guerra” y en cómo la necesidad de encontrar y condenar a culpables de crímenes terribles no debe nublar la vista de los que imparten justicia y que -tanto entonces como ahora- deben hacerlo de las maneras constitucionalmente aceptadas.

El filme se inicia con el famoso asesinato en un teatro de Washington, no sin antes informarnos que la Guerra Civil, que había terminado apenas unos días antes, todavía está más que presente en las mentes de todos los participantes. El principal es un héroe de guerra de la Unión (el Norte), Frederick Aiken (James McAvoy), un inexperto abogado a quien le encargan la tarea que menos quiere: defender a Mary Surratt (Robin Wright), acusada de conspirar en el asesinato, ya que en su casa se reunían John Wilkes Booth (el actor que mató a Lincoln y que fue luego asesinado), su hijo John Surratt (que se ha escapado y no lo pueden encontrar) y los otros sospechosos.

De una manera metódica, correcta, llevadera pero para nada apasionante, Redford nos mete en el juicio de una forma tal que muy rápidamente sabemos (y si uno sabe cómo terminó la historia, peor, así que mejor no averiguar y dejarse sorprender) cómo se moverán todas las piezas.

Aiken empieza repudiando el trabajo, pero luego se va dando cuenta de que es probable que la mujer no supiera bien lo que sucedía ni cuáles eran las intenciones de las personas que se reunían con su hijo en su casa. O bien, que en su deseo de salvar a su hijo, termine echándose culpas sobre sí misma, como parece pensar su hija (Evan Rachel Wood). Y queda claro que hay muy poco de “juicio justo” en el tribunal militar: todos parecen dispuestos a condenar sin mirar demasiado atentamente los hechos.

Que Redford ponga los cuestionamientos a la forma de impartir justicia de los defensores de Abraham Lincoln es una interesante vuelta de tuerca para un cineasta “liberal” a quien le resultaría más sencillo encontrar una trama donde los villanos fueran los sectores más reaccionarios de ese país. Y ahí está lo más interesante del filme, en el hecho de indagar en cómo, por más razones morales que parezcan tener los acusadores, los hechos son los hechos y no es ético torcerlos por más justa que la causa parezca ser.

Eso, claro, hace eco en lo que sucedió en los últimos años, con prisiones como Guantánamo y otros actos de dudosa justicia impartida por un país que se considera a sí mismo el máximo baluarte de la democracia. Redford no subraya esta conexión, pero es obvia. Lo que se lamenta es que haya filmado más una lección de educación cívica que una película verdaderamente atrapante.