El conjuro

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Triunfal retorno de un género

Hay algo extraño en la apertura de “El conjuro”, algo que parece presagiar un desastre pero a la vez confunde. Tres adolescentes están sentados en un sillón compareciendo, prácticamente, frente a un grupo de adultos. Cuentan algo que los asustó. Para una película de terror, y para los amantes del género, el relato es tan inverosímil como ridículo. La historia (con rápidos flashbacks) pasa por un par de amigas jugando a lo que no deben, y un muñeco poseído. Uno siente que le están contando “Chucky” (1988), y suena tal cual. Sólo que ya no estamos para bromas y uno se pregunta: ¿En serio vamos a ver una de muñecos malditos? ¿Habremos de soportar bracitos de plástico manejando el cuchillo de Rambo? O siendo más derrotistas: “Uh… bueh… ¿Cuánto falta?”

Entonces se produce la dualidad. La contradicción en la apreciación. Mientras escuchamos la introducción contemplamos una textura cinematográfica que se toma todo muy en serio. Una dirección de fotografía jugando con los opacos y las sombras, un montaje despojado de efectismo y (lo más importante) los encuadres. La cámara se corre, se asoma con el espectador a un pasillo o a una puerta entornada. Suena la banda de sonido que es más evocativa del género que útil a la trama. Pero se corta y entonces se escucha algo mucho más atronador. El silencio. Y así será en muchos pasajes de la realización. Justo en esos silencios, justo cuando ya no importa si el relato es o no creíble, nos damos cuenta de las mariposas en el estómago y de un creciente ritmo cardíaco. Y claro, hay que admitirlo: ¡Estamos asustados!

Después de esta introducción en la cual James Wan (autor de la primera de la saga “El juego del miedo” (2004) y de la fallida “La noche del demonio” (2010), muestra lo que aprendió. El espectador está listo para ser llevado de las narices por una variada paleta de recursos propios del género para narrar los hechos reales acaecidos en una casa en Rhode Island, a la cual se muda una familia tipo de principios de la década del ’70, matrimonio y cuatro hijas. En la casa pasan cosas raras. Y serán los mismos adultos que vimos en la primera parte los que intervendrán como expertos en parapsicología y otras yerbas.

Todos los elementos que el director muestra en detalle o en un simple paneo, sirven. Tarde o temprano volverán a aparecer para justificar su presencia (o su ausencia) en una verdadera muestra de elaboración de guión y puesta en escena. Nada es por azar, y a la vez estará al servicio de enriquecer la tensión dramática (de colección la utilización del juego de “la escondida”).

Para lograr todos estos climas densos de demonios y fantasmas, fue fundamental el altísimo nivel de actuación del elenco, en especial la parte femenina con Vera Farmiga, Lily Taylor y las chicas Hayley McFarland, Joey King, Mackenzie Foy y Kyla Deaver a la cabeza

La estética y la estructura narrativa son también una mirada a la década del ‘70, no sólo por estar ubicada en la época sino por las formas. El realizador se toma su tiempo para todo, sabiendo y confiando en el resultado final. Se nota. Y así sale.

“El conjuro” es una gran película de terror porque nunca decae, nunca abandona la propuesta y salvo en contadas ocasiones, no recurre al golpe de efecto. Junto con “Mamá” (2013) es lo mejor del género en mucho tiempo. La entrada vale cada sobresalto.