El conjuro 2

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Lo que susurra en la oscuridad

Después de una primera parte bastante celebrada, y un spin off sobre la historia de la muñeca Annabelle, James Wan revisita a los célebres Ed y Lorraine Warren, los famosos investigadores de lo paranormal, nuevamente interpretados por Patrick Wilson y Vera Farmiga. Una nueva apuesta a ciertos códigos del terror sobrenatural, un mundo conocido para el espectador, pero reforzado por una densidad argumental y el verismo que aporta siempre un cartelito de “basado en el hecho real”.
Desafío
La cinta arranca con la dupla (él demonólogo, ella clarividente y sensitiva) recapitulando su investigación de la masacre de Amityville, la misma que tuvo sus propias revisiones cinematográficas, uno de los casos que los puso en el tapete y la celebridad. Pero allí Lorraine vio “algo” que significaba peligro para Ed, y le propuso a su marido dejar el trabajo de campo y quedarse con la divulgación. “Eso” parece seguirlos, y Ed también lo percibe inconscientemente. Paralelamente se nos cuenta la historia de los Hodgson, una familia de clase baja de la Gran Bretaña de Thatcher: madre soltera, dos niñitos varones, una hija entrando en la adolescencia y una preadolescente, a la que un día se le ocurre traer una ouija improvisada.
A partir de ahí comienzan a vivir un infierno: aparece una presencia fantasmagórica en la casa que además la lleva a mal traer a la pequeña Janet, que así se llama. La Iglesia Católica, que suele convocar a los investigadores, les presenta el caso pidiendo que vayan de veedores extraoficiales, como para saber si deben meterse o no: hay elementos que no cuadran. Y allá van, y descubren que pasan cosas pero sigue habiendo gato encerrado. Para cuando se dieron cuenta, ya están comprometidos hasta la verija con los Hodgson, y Lorraine empieza a temer que sus peores sospechas (o visiones) se hagan realidad.
Realización
Nuevamente, la reconstrucción de época es fascinante. La primera escena de Londres, con el London Calling de The Clash, el graffitti de “I fought the law” (sí, a alguien le gustan los Clash) y los apremios de la clase trabajadora, transmiten el espíritu de la era del punk, que entra por la nariz como una bocanada. Por lo demás, como se aclara que se trató de uno de los casos más documentados, hubo fotos y videos para tomar de referencia: el sillón (clave en la historia; de esos de cuero, a los que se les salía la cascarita con el tiempo), el barrio, las habitaciones, eso parece estar reconstruido puntillosamente, según algunas imágenes que se tiran con los créditos (mezcladas con algunas de la película).
Ya la primera se había destacado por eso, al mostrar por ejemplo el vestuario de Lorraine, con sus voladitos y jabots; también la tecnología, con esa trampa para diseñadores de producción que son los grabadores y otros gadgets tecnológicos (hay un chiste sobre una cámara).
Algunos dicen que se perdió un poco de novedad en esta secuela, pero el logro de James Wan pasa por el ajuste con el que construye la narración: el relato va siempre para adelante, en buen crescendo, administrando la superposición entre una especie de “policial sobrenatural” (hay un misterio que resolver, hay cosas que no son lo que parecen) y al mismo tiempo administra los mejores recursos del género: el fuera de campo, el fuera de foco, el fuera de contraste (sombras), hasta llegar a manifestaciones concretas (el español Javier Botet, el que le puso brazos largos a varias cintas de terror (“Mamá”, por ejemplo), tiene un papel como uno de ellas, a medias entre Lewis Carroll y “El laberinto del Fauno”. Punto también para el guión, firmado por Wan, Carey y Chad Hayes (guionistas de la primera) y David Leslie Johnson, sobre historia de los tres primeros.
Empatías
Presentados ya los Warren, la cinta explora su mundo como pareja y familia “normal”, ese enamoramiento en medio de las cosas más macabras, quizás porque nadie entiende a cada uno como el otro. Si bien Wilson es entregado a su rol, es Farmiga (elegante belleza madura, con esplendor en “Los infiltrados” y “Amor sin escalas”; su hermanita Taissa parece la heredera en ese aspecto) la que explota las diferentes facetas de vidente, esposa y madre. Si el Ed del primero es abnegado, la Lorraine de la segunda es empática a morir, especialmente con la pequeña. Y ahí es donde entra Madison Wolfe como Janet: una niña prodigio que puede pasar del macabro rostro de la posesión a la silenciosa desesperación en los ojos de quien no duerme desde hace mucho tiempo.
Junto a ellos, acompañan Frances O’Connor como la atribulada Peggy Hodgson, la madre coraje, secundada por sus otros niños: Lauren Esposito, Benjamin Haigh y Patrick McAuley (Margaret, Billy y Johnny). Simon McBurney le pone cuerpo a Maurice Grosse, un investigador paranormal inglés con pinta de chantún, que en un par de líneas demuestra que tiene más de dos dimensiones. Franka Potente está cómoda como Anita Gregory, la escéptica en la ecuación, mientras que secundan Maria Doyle Kennedy y Simon Delaney como Peggy y Vic Nottingham, los vecinos solidarios.
Son los fines de los ‘70, y los Warren están en su período de gloria. Quizás queden historias por contar en próximas entregas: los muertos y los demonios nunca duermen.