El código enigma

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

Máquinas inteligentes.

En el prólogo firmado por Douglas Hofstadter para Alan Turing: el enigma, la biografía, escrita por Andrew Hodges, del deslumbrante matemático británico que inspiró El código enigma, se puede leer: “La vida de Turing merece un estudio profundo, pues no sólo fue una gran figura de la ciencia del siglo XX, sino que su conducta interpersonal poco convencional le ocasionó una gran tristeza. Incluso hoy, la sociedad como un todo no ha aprendido a entenderse con ese estilo de inconformismo”. El código enigma consigue transmitir en sus propios términos esa descripción, y el primer valor ostensible del filme estriba en espolear a los espectadores a leer sobre Turing. No es poca cosa en tiempos de magos y pseudociencias.

En principio, que se estrene un filme sobre un hombre de ciencia es, valga la paradoja, un milagro. El conocimiento como aventura de la especie no suele ser asociado al cine de entretenimiento. Ver a Turing intentando descifrar un código junto a un equipo de científicos para poder así debilitar la estrategia comunicacional castrense de los nazis y, por ende, vencer a las huestes de Hitler, depara un placer inusual.

El centro narrativo del filme pasa por las presiones de los servicios de inteligencia británicos en el momento en que Turing tenía a su cargo la sección Naval Enigma de Bretchley Park (mansión que funcionaba como centro de desciframiento de códigos), en plena Segunda Guerra Mundial. Mientras tanto, los alemanes dominaban Europa, destruían capitales y aniquilaban vidas inocentes. El filme dejará en claro la importancia de la “Máquina de Turing” para adelantar el fin de la guerra y salvar gran cantidad de vidas.

Pero hay en El código enigma una segunda línea narrativa más cerca del ámbito de la moral que del de la inteligencia. La genealogía de la homosexualidad de Turing se cuenta aquí a través de unos flashbacks pertinentes de su adolescencia, cuando se enamoró por primera vez de un compañero de estudios. El filme también le dedica cierto tiempo a seguir las instancias de un robo en la casa de Turing, a principios de la década de 1950, que concluyó con una inesperada sentencia penal contra su homosexualidad. Uno de los momentos más poderosos, aunque fugaz, es aquel en el que a Turing se lo ve exhausto y destruido debido a un tratamiento químico perpetrado para corregir sus preferencias sexuales. El rostro de Benedict Cumberbatch, cuyo trabajo es notable, denota una tristeza infinita. La imbecilidad moralista de su tiempo se impuso a su dignidad.

Didáctica como un buen número de la revista Billiken, y de una poética dócil frente a las convenciones de una biopic, El código enigma es, sin embargo, un intenso filme de espionaje que gira en torno a la inteligencia como concepto general y a la estrechez del imaginario moral de una sociedad conservadora. Frente a esto último, no cabe duda, las máquinas son inteligentes, pero los hombres sólo de vez en cuando.