El código enigma

Crítica de Elena Marina D'Aquila - Cinemarama

Dios mío, ¿qué hemos hecho?

The Imitation Game, título original de la película, hace referencia a uno de los ensayos escritos por Alan Turing sobre inteligencia artificial –conocido como el test de Turing–, en el que el matemático se preguntaba si las maquinas podían pensar como los humanos e intentaba distinguir mediante una conversación si nuestro interlocutor era un humano o una máquina. Los distribuidores locales, en su afán por señalarnos con un resaltador fluorescente que el único enigma que contiene la primera incursión en Hollywood del noruego Morten Tyldum se encuentra exclusivamente en el título del estreno, bautizaron al film como El Código Enigma.

Pero este enigma que se empeñan en (re)marcarnos con tanto énfasis no es más que un simple macguffin, una excusa de la que se vale el director para contarnos una historia mucho menos interesante y de manera muy torpe en vez de la única que importaba: la del genio que venció a los nazis desde una oficina con una computadora. Alan Turing es reconocido, entre otras cosas, como un pionero de la computación moderna. Pero también lo fue, décadas más tarde, por haber contribuido en la creación de una máquina que pudiera descifrar los códigos secretos trasmitidos por los nazis a través de un mecanismo denominado Enigma, y calificados como “imposibles de descifrar”. Una vez descubierto el sistema operativo de Enigma se podían anticipar los ataques alemanes y prevenirlos. Todo esto realizado gracias a la financiación del ejército británico y a un team conformado por los mejores criptógrafos del mundo, fanáticos del ajedrez y de los crucigramas. Pero la película de Tyldum no está centrada en el aporte de Turing que permitió acortar aproximadamente dos años la Segunda Guerra Mundial. Tampoco muestra la compleja y minuciosa construcción de esta aparatosa y estrafalaria proto-computadora, que parece salida de la mente de Terry Gilliam. El noruego resuelve todo ese arduo proceso en unos pocos planos que muestran al científico conectando un cable aquí, otro allá y sosteniendo algunas herramientas, mediante esporádicas interrupciones de los integrantes de su equipo, que desean lo mismo que nosotros: ver algún indicio de este gran cerebro trabajando en ese invento sin precedentes que develará el sistema de cifrado de la invencible máquina alemana. Sabemos que Turing fue un gran matemático, criptógrafo y padre de la computación moderna, gracias a lo que podemos leer sobre su vida y obra, pero no a lo que nos muestra la película sobre él. La pregunta, entonces, sería: ¿por qué, teniendo la posibilidad de contar una historia interesantísima, Tyldum comete la torpeza de desarrollar otra? Me refiero a esa que muestra mediante flashbacks que intentan abordar –insisto: de manera desastrosa, indicándonos con carteles que estamos ante un retroceso en el tiempo, y con un tratamiento visual y narrativo de telefilm– el descubrimiento de su sexualidad como adolescente. No hay nada encriptado en la respuesta. Lo único que le interesa al director es contar un mensaje, un discurso que apuesta por la corrección política oscarizable en una aproximación demasiado tibia y superficial a uno de los aspectos mas polémicos de la vida de Alan Turing como lo fue su homosexualidad. Esta porción de su vida privada adquiere dimensiones telenovelescas de las peores, disolviendo la trama de espionaje para dar lugar a un melodrama gay y la posterior condena del personaje por indecencia.

La película predica: “A veces es la gente que uno menos se lo espera, la que hace lo que nadie esperaba”. Ciertamente, nadie esperaba que un biopic sobre un tipo que llegó a convertirse en una pieza clave para ganar la guerra detrás de un escritorio omitiera justamente esa parte de la historia. Las pretensiones de Tyldum son tan anodinas que la falta de suspenso –o al menos del suspenso que hubiera requerido la otra historia, la que era realmente importante– se hace evidente desde el comienzo. Por más que los personajes digan (literalmente, en los diálogos) que viven a contrarreloj todos los días hasta llegar a descifrar Enigma –y aquí comienza a evidenciarse la torpeza narrativa–, no se crea en ningún momento una sensación de urgencia, ni se recurre a la construcción de climas dramáticos. Es más: ni siquiera juega a crear una intriga en cuanto a sus inclinaciones sexuales, información con la que podemos contar antes de ver la película, y no importaría si la película lo cimentara desde el guión. Otra prueba de la incompetencia cuando de narrar se trata está en la escena en la que se coquetea con la posibilidad de que haya un espía soviético en el equipo. El intento de suspenso es abortado rápidamente, desechando otra vez una variable que hubiera sido interesante de explotar.

Tyldum y Graham –el guionista debutante– no logran descifrar los códigos del cine y se aferran a diálogos sobreexplicativos y redundantes, reduciendo a su personaje constantemente y arrastrándolo hacia una interpretación full retard, omitiendo aquella infalible e inolvidable observación de Kirk Lazarus en la excelente Una guerra de película. El abandono del director y del guionista hacia su personaje los lleva incluso a cuestionar su inteligencia, justificando el momento en el cual da con la clave para romper la configuración de Enigma, con un hecho azaroso. Solo hacia el final, la película se vuelve un poco más oscura, pero lo hace a costa del personaje, con la presencia de un Turing juzgado y condenado a la castración química, recluido en su casa y destruido por el sistema.

El Código Enigma es la prueba fehaciente de lo mal que puede llegar a hacerle a una historia, el uso y abuso de un efecto, cualquiera que sea, para forzar una emoción en el espectador. Y si seguimos enumerando falencias, a este gran domino de malas decisiones se le suma una chatura a nivel formal y una sensación de intrascendencia bastante preocupante que le impiden darle vida a la historia bigger tan life que merecía ser contada.