Dallas Buyers Club: El club de los desahuciados

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

Inesperado héroe para desamparados

En tiempos impiadosos, resultan gratamente necesarias historias como la de Ron Woodroof, una de esas biografías que no aparecen en letras de molde pero que el cine suele afortunadamente rescatar. En este caso, la de un vaquero adicto a las prostitutas y los excesos, que alterna su alienado trabajo con la doma de toros y los juegos de azar. Entre estafas, trasnochadas y alguna que otra riña, un buen día se descompensa y cuando lo internan descubren que tiene sida y un mes de sobrevida. Pero, ajeno a cualquier sumisión, Ron se decide a seguir peleando por su salud, buscando medicinas alternativas no aprobadas por la FDA, las que obtiene por vía clandestina en distintos países del mundo. Como logra una mejora notoria de su estado, se enfrenta legalmente con el gobierno y las empresas farmacéuticas que, a mediados de los 80 sólo permitían el uso del AZT a pesar de graves contraindicaciones que amenazaban el sistema inmune de los pacientes.
“Dallas Buyers Club” es por todo esto la historia de una transformación evolutiva y de una lucha que involucró a miles de heterosexuales y homosexuales portadores de un virus para el que no existía cura y que iba acompañado de un enorme prejuicio social, particularmente en una sociedad machista y cerrada como la texana, donde se manifestaban horrorizados por las revelaciones de Rock Hudson, una de las primeras figuras públicas que admitió padecer la enfermedad.
Todos los ríos van al mar
El recuerdo de las universales coplas de Manrique en el subtítulo viene a cuenta de que, con el trasfondo del sida en sus comienzos, el film además de ser un buen testimonio sobre los efectos de la enfermedad y el rechazo social a los padecientes, es una historia que habla más acerca de lo que une a los seres humanos que de lo que los separa y donde el peso cae en el retrato de una amistad insólita entre dos hombres condenados en principio a no entenderse y de la obstinación por la vida como elección.
McConaughey transmite el drama y el dolor que lo atraviesan sin perder la sonrisa y la fuerza de voluntad como para enfrentar al mundo, desafiando los pronósticos y los diagnósticos. Es un actor que pasó de ser conocido por actuar en comedias románticas a ofrecer un trabajo portentoso con una transformación física impactante (adelgazó 18 kilos para el rol). Su personaje se mueve en un amplio abanico de luces y sombras, aunque al final siempre prima la parte más luminosa. Lo vemos transformarse no sólo físicamente, sino creciendo intelectual y emocionalmente: estudia biología para rebatir argumentos, cambia sus hábitos alimentarios y se humaniza en su visión del mundo, buscando una salida solidaria con todas las personas afectadas de HIV. No es un santo, no lo hace gratis, sino cobrando una membresía para pertenecer al insólito “club” donde obtener los medicamentos que el sistema de salud estadounidense no admite por razones poco claras. Así se transforma en un referente que trae esperanza a muchísimas víctimas de una enfermedad estigmatizante.
Optimismo y crepuscularidad
El Ron que compone Matthew McConaughey es todo lo contrario a lo que la corrección política supone acerca de un activista que lucha por los derechos sociales de una minoría: un rudo vaquero con “cara de tejano pobre”, como lo define Rayon (Jared Leto), su aliado en el lado opuesto.
Los vínculos afectivo-amistosos con el mencionado personaje de Ray/Rayon y con la médica (Eve), que interpreta Jennifer Garner, son los más conmovedores y marcados por la imposibilidad de concreción. Aunque la química con esta última no funcione más que en cierta identificación filial, sirve para exponer las contradicciones entre la burocracia institucional del sistema hospitalario y la arriesgada propuesta del protagonista.
En otro plano, es muy significativa la escena donde Ron le regala a Eve, un cuadro pintado por su madre, titulado “Flores silvestres de Texas”, que puede compararse con el gesto de los duros cowboys de John Ford, quienes no regalan rosas sino cactus a las mujeres que aman. Un paralelismo, casi homenaje, al referente máximo del western clásico, al cual este film, entre sus múltiples líneas de sentido, no deja de pertenecer aun en la crepuscularidad del género.
A la película le interesa la contracrónica de la lucha contra empresas farmacéuticas y hasta contra el propio gobierno para buscar vías de tratamiento alternativo y no tóxico para prolongar la vida de los sidásicos, pero sobre todas las cosas se impone como manifiesto acerca de lo que une a las personas sobre sus diferencias y también sobre la esperanza, que sólo es posible cuando no se bajan los brazos, siendo muy valioso que el relato siempre se queda en la orilla de la sensiblería, lo justo para conmover y dejar lugar al pensamiento en el abordaje de un tema dramático, de tal forma que termina por contagiar su optimista vitalidad.