El cisne

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Relato de iniciación y descubrimiento

Los paisajes de Islandia suelen ser tan particulares que, para una mirada extranjera, sólo pueden ser contemplados como exóticos. La realizadora Ása Helga Hjörleifsdóttir aprovecha esas características topográficas y la altura del sol cerca del horizonte durante las noches para envolver su ópera prima con una capa de extrañeza, elementos que le sirven para apuntalar el tono de fábula realista de El cisne. “Había una vez una niña que vivía en una casa en la costa”, afirma la voz en off al comienzo de la historia, reforzando así el concepto de cuento infantil y definiendo, al mismo tiempo, el punto de vista casi excluyente de la película. Sól debe tener unos diez años y sus padres han decidido enviarla a la casa de campo de sus tíos durante una temporada. Las razones nunca se explicitan (se habla al pasar de un hurto), pero es evidente que el comportamiento de la niña deja bastante que desear y es posible que la dura y exigente vida en una granja enderece un poco su carácter. Tampoco resulta evidente al principio, pero la película dejará en claro que Karl y Ólöf han recibido a jóvenes problemáticos con anterioridad.

A poco de instalarse en el nuevo hogar, la falta de señal en el teléfono anticipa no pocos cambios en la vida de la recién llegada, quien observa aquello que la rodea en silencio y con un semblante que denota enojo y desilusión. Luego, la casa irá poblándose. Primero llegará un muchacho veinteañero, un viejo conocido de los dueños de casa, obsesionado con la escritura. Más tarde será el turno de la única hija del matrimonio, cuyos problemas personales e inestabilidad emocional son aún mayores que los del joven. El cisne está construida desde el guion como un relato de crecimiento y de descubrimiento, no sólo de conceptos como la vida y la muerte -graficados de forma diáfana en el nacimiento y sacrificio de un novillo- sino también de las complejidades del mundo adulto. Y de la sexualidad, que Sól lógicamente no logra comprender del todo, aunque su sensibilidad le permita intuir que se trata de otro aspecto complejo en las relaciones humanas.

“Me gusta inventar historias”, le dice Sól a su compañero de cuarto, que se pasa las noches escribiendo en sus cuadernos o paseando bajo la tenue y perenne luz crepuscular de la madrugada. No serán almas gemelas, pero esas ansias por algo indefinido (y cuya ausencia causa dolor) los hermana, transformando ese vínculo en el más fuerte y transformador del relato. Basada en la novela homónima de Guðbergur Bergsson (traducida al español y publicada hace más de dos décadas), El cisne describe visualmente los cambios de su protagonista a mitad de camino entre la descripción naturalista y el esbozo de un impresionismo onírico, que el film reserva para pasajes que funcionan narrativamente como bisagras. La leyenda local de un cisne capaz de hipnotizar a quien lo mira se convierte así en el símbolo de los cambios que Sól ha comenzado a transitar en su vida.