El cisne negro

Crítica de Laura Gehl - Cinemarama

Es tuyo Natalie.

La solemnidad de El cisne negro está presente en lo primigenio de su planteo. Aronofsky toma una de las dos piezas de ballet más trilladas, aburridas y convencionales del mundo como El lago de los cisnes (la otra es El cascanueces, también de Tchaikovsky). A partir de esa premisa, el director construye un relato solemne y pretencioso, presumidamente disfrazado de audaz que no hace otra cosa que echar mano al psicologismo más llano y torpe, y como si fuera poco, sobreexplicado, no vaya a ser cosa que alguno por ahí no lo entienda.

Aun así, es justo reconocer que, en un primer momento, la película es interesante. Coquetea con el terror y el misterio y cuestiona al espectador. Intriga. Pero los hilos se le notan demasiado rápido. Nina, una fría y perfecta bailarina, se rompe el lomo para ser elegida como la nueva figura del New York Ballet, para eso tiene que conseguir el doble papel de cisne negro y de cisne blanco en una nueva puesta en escena de la obra que apela al desdoblamiento. Es decir, ella sería un cisne blanco ideal: frágil, etéreo, con un aire trágico en su mirada y en sus movimientos. Pero no logra “sacar” al cisne negro: sexual, seductor, vibrante, malvado. Por supuesto, las audiciones son frente a un coreógrafo francés que es un compendio de estereotipos. La competencia entre las bailarinas no se queda atrás. Nina obtiene el rol, claro está, y se hace carne y vida sobre su obsesiva persona.

Esta escisión que tiene que operar en Nina para llevar adelante el personaje es lo que se mencionaba como atractivo del comienzo (junto con los planos cerrados sobre Portman). Pero el otro gran problema es que se abusa del recurso para marcar la descomposición de ella: Nina se cruza con su doble imagen –por decirlo de manera simplificada– dos millones de veces y así la modalidad se torna torpe y el posible misterio se vuelve inestabilidad mental de manual. Nina es el cisne blanco, entonces durante toda la película viste de colores claros, simplificando aún más el ya bastante obvio significado. Por supuesto, su doble está de riguroso negro y actitud desafiante. Y así sigue, el tenor opositivo ramplón se utiliza para todo, para con su entorno, sus colegas, la relación con su madre (obsesiva y patológica). Todo es llevado, precisamente, al blanco o negro de esa bendita pieza de ballet. Y no parece consecuencia en el planteo escénico, sino una palmaria forma de simular sofisticación.

El colmo de la sobreexplicación barata viene de la mano de la frase “Vos sos tu única enemiga” (dicha varias veces de distinta forma), con lo cual lo que viene detrás es solo puesta en imagen de ese sentido explícito. En el proceso, Aronofsky juega un poco a la sordidez y a la lesión corporal que tanto aparentan gustarle, sin aportar mayor sustancia que puro exhibicionismo de refuerzo. El cisne negro no es otra cosa que una película maniquea y snob, simple y torpe pero con aires de importancia que le quedan demasiado grandes. La idea de Aronofsky de “continuación” de El luchador solo parece darse en el hecho de destacar a sus protagonistas, más allá incluso de sus propios cuerpos. Es Natalie Portman y nada más.