El cerrajero

Crítica de Luciana Morelli - A Sala Llena

Los intertítulos del comienzo nos ubican en Buenos Aires, año 2008, “época del humo” de dudosa procedencia que intenta crear un marco y un halo de misterio a la historia que va a desarrollarse. Sebastián (Esteban Lamothe) es un cerrajero de treinta y pico, solitario, que no cree en las relaciones estables ni en mandatos sociales. Un día recibe un llamado que, aunque él se resista, va a desestabilizar su vida. A eso se le suma un “don” que hace que cada vez que vaya a destrabar alguna cerradura, diga la verdad más brutal de cada uno de sus clientes.

En su primera película, Rompecabezas (2009), Smirnoff retrataba a una mujer que deseando escapar de su rutina encuentra en los rompecabezas una vía de escape. En El Cerrajero la directora vuelve a preocuparse por las piezas faltantes en vidas vacías pero esta vez desde un personaje masculino, aunque los motores del relato son las mujeres: ellas accionan y él reacciona. Érica Rivas (Moni) nuevamente sorprende con su frescura y Yosiria Huaripata (Daisy) construye a una empleada doméstica de origen peruano muy tierna y elocuente, quien va a ser la que rompa el hielo de la frialdad de Sebastián.

En este contexto entre cotidiano y fantástico, la verdadera historia es la de la incomunicación. A pesar de estar rodeado de su barra de amigos, Sebastián no establece una comunicación sincera y profunda con ninguna de las personas con las que se relaciona. La película encuentra sus climas predilectos en los pequeños gestos y en el desarrollo del vínculo entre los personajes que atraviesan una lucha interna entre su máscara social y la búsqueda de su camino, de poder sincerarse, querer y ser querido. Esta lucha es la que hace que el personaje llegue tarde a todo. Ya es tarde cuando se da cuenta que desea ser padre y es tarde cuando se decide a comprar “la sublime”, una caja de música antigua que viene observando hace tiempo. La obsesión del personaje por las cajas de música que colecciona y confecciona funciona como metáfora del camino de transformación que va a transitar Sebastián. En especial una gran caja que está armando hace tiempo pero que no lograba afinar.

Finalmente, el contexto del humo es tan solo un marco que no tiene peso dramático y realmente no aporta demasiado al relato. Podemos pensar que el “don” tal vez lo obligó a comunicarse y a expresarse a pesar suyo. Pero creo que estos elementos fantásticos no están bien desarrollados o aprovechados; no generan impacto en el espectador ni toman demasiada relevancia en la historia. Me quedo con los momentos íntimos y genuinos como el de la escena, filmada en una toma y con mucho de improvisación, en la que Moni y Sebastián se buscan como dos niños arrepentidos, se aceptan, lloran, se ríen. Con la última pieza en su lugar, Sebastián sale transformado aunque el cambio resulta casi imperceptible, como el pequeñito cartel que coloca al final en la cerrajería.