El cazador

Crítica de Francisco Goin - La cueva de Chauvet

EL CAZADOR VAGABUNDO

¿Por qué, por qué, por qué los distribuidores de la película The rover (“El vagabundo”) decidieron comercializarla en nuestro país (y tal vez en otros de América Latina) bajo el nombre de “El cazador”? ¿Quiénes son estos perversos que desde hace décadas nos degradan culturalmente con esos títulos falsos que automáticamente resignifican cualquier película extranjera que llega a estas tierras? ¿Qué derecho tienen estos tipos a reinterpretar lo que un director de cine dijo de otra forma en su país y lengua nativos? ¿Por qué hay que tolerar livianamente el racismo encubierto de aquellos que consideran que cualquier cosa dirigida a “hispanos”, “latinos” o “iberoamericanos” tiene como sujeto de consumo a una banda de subnormales que no pueden siquiera figurarse una alegoría en otro idioma? La notable película de Roman Polanski Bitter moon se distribuyó en México como “Luna amarga”, en España como “Lunas de hiel”, en Colombia, Perú y Venezuela como “Luna de hiel” y en la Argentina como “Perversa luna de hiel”. ¿Hay derecho? El sitio español cinemanía.es ha recopilado algunas conspicuas perversiones de las distribuidoras a la hora de re-titular películas dirigidas al público latinoamericano. Acá van algunas perlas:

The sound of music = La novicia rebelde

Pulp fiction = Tiempos violentos

Home alone = Mi pobre angelito

28 days later = Exterminio

Total recall = El vengador del futuro

Airplane = ¿Y dónde está el piloto?

Ice Princess = Soñando, soñando… Triunfé patinando

Si algún día quieren averiguar el por qué de estos títulos, les comento que la distribuidora argentina de la película The rover se llama “Impacto Cine Argentina”. Su sitio web es impactocine.com.ar. Si tratan de ir allí van a dar con una pantalla blanca y un cartel en letras negras que dice: “Error estableciendo una conexión con la base de datos”. O sea: los tipos son inaccesibles. Eso sí, a la hora de mandar fruta son generosos. Fíjense si no la “sinopsis” de The rover que divulgaron y que numerosos sitios web repiten como si fuera un sesudo análisis cinematográfico:

“Diez años después de un colapso económico global, un duro y solitario vagabundo atraviesa el interior de una Australia devastada, en su misión por localizar a quienes le robaron la última posesión que le quedaba: su coche. Cuando se cruza con un miembro herido de dicha banda, lo toma como cómplice involuntario. A partir de ese momento, comienza a gestarse un complicado y peligroso viaje.” En dos palabras: soñando, soñando triunfé patinando. Los que vayan al cine a ver The rover podrán salir contentos, enojados o incluso perplejos. Eso sí, todos van a coincidir en que la “sinopsis” de acá arriba es basura pura y dura. ¿Realmente habrá visto la película el “creativo” que la hizo?

El espectador argentino de “El vagabundo” se va a sentir misteriosamente atraído. Ocurre que las películas filmadas en el Hemisferio Sur, particularmente en Australia, Sudáfrica y la Argentina tienen una cualidad lumínica que las distingue de las de otras partes del mundo. En estos países, tanto la atmósfera como el celeste de los cielos son únicos, fuertes, pictóricos, estáticos. Los amarillos parecen haber sido pintados por Van Gogh. Andá a saber: la latitud, la inclinación del sol, la forma en que se mueven las corrientes atmosféricas en las celdas de Coriolis… lo concreto es que la luz es milagrosamente parecida. Otro elemento compartido son los paisajes del desierto: los australianos recuerdan fuertemente a los de las mesetas patagónicas, diferenciándose, tal vez, por tonos apenas más cenicientos. Los exteriores de “El vagabundo” recuerdan, por ejemplo, a “La película del rey”, de Carlos Sorín. Por último, igualito que acá, tenemos el polvo, el tamaño de las partículas de polvo, la forma en que el polvo se levanta en el camino, se pega en la piel, se acumula en los objetos o refleja la luz en los interiores. (Sin embargo, como se señala más abajo, “El vagabundo” no podría haberse filmado en nuestro país. Jamás).

Un mérito indudable de “El vagabundo” es que atraviesa exitosamente varios géneros sin instalarse en ninguno. Tiene ese aire a western en la recreación del entorno como un ámbito hostil en donde no hay lugar para los débiles. La estructura es la de una road movie pero hasta ahí; no existe una transformación del personaje principal en función del kilometraje recorrido. Hay tiroteos y una banda de ladrones pero no es un policial (hay crimen, pero a nadie se le ocurre que alguna vez habrá castigo). Finalmente, la trama y el contexto son los de una película del género distópico, en la variante post-apocalíptica; sin embargo, la originalidad radical de “El vagabundo” es que nadie cree que se pueda reconstruir algo parecido a una sociedad después del “colapso”.

Porque lo que está roto en “El vagabundo” es el contrato social, el Estado, las normas, el derecho y la ley tal como los conocemos desde Rousseau en adelante. Al comienzo de la película se nos indica que la acción transcurre en Australia diez años después del “colapso”. Varios críticos han hablado de un “colapso económico global”. Macanas; de la película surge que la moneda australiana no vale nada pero que el dólar estadounidense es muy fuerte. Es Australia la que se ha hundido en un infierno pseudo-feudal en donde los que mandan no se ven y posiblemente ni siquiera vivan allí. La película hace varias referencias a la economía australiana como la de una mera colonia china. Una bella escena muestra un larguísimo tren cuyos vagones, todos de carga, tienen inscripciones chinas en los costados; presumiblemente se trata de una carga mineral que finalmente será embarcada con destino a ese país. A lo largo de la peli hay dos o tres referencias a la minería y al trabajo de los mineros. La economía australiana parece reducirse a eso: minería en gran escala y subsistencia para las mayorías.

Además de desiertos vemos pueblos fantasmas de muy pocas casas, casi todas deshabitadas. Como en la Patagonia, abundan las casas de paredes de chapa acanalada, despintada por el viento y el tiempo. Apreciamos el desorden post-apocalíptico en los interiores: tornillos aquí y allá, cables inútiles, artefactos rotos, feos como cucarachas muertas, desparramados por las habitaciones. Hay electricidad pero no electrónica. Hay autos y camionetas que todavía funcionan, sucios de polvo. Hay armas, fundamentalmente pistolas y revólveres, aunque no faltan escopetas y algún rifle. Hay muchas balas sueltas. Multitud de objetos inútiles se acumulan en los porches, los jardines abandonados o a la vera del camino: cables, caños, alambres, mangueras. El combustible es preciado. El comercio es mínimo.

Los personajes son sucios y desgarbados. Usan una ropa mugrienta, barata, sin gracia. Son de movimientos lentos: parecen pensar antes de caminar un paso o de abrir la boca. El único personaje que camina más aprisa es un enano malhumorado al que le vuelan el cerebro al minuto y medio de aparecer en escena. Hay muy pocas mujeres; al comienzo de la película, una de las dos únicas mujeres a las que se les ve un poco la cara, la denominada “abuela”, aparece mirando el horizonte de un modo que dan ganas de largarse a llorar a los gritos. Los varones son, invariablemente, un desastre. Chorros sin destino, patovicas, viejos siniestros, gente de aspecto oriental en situaciones surrealistas. Eric (Guy Pearce) es la desesperanza caminando. Ray (Robert Pattinson), levemente infradotado, anda necesitado de un guía. Entre los dos (muy buenos actores) se va construyendo la historia.

Hace calor en casi toda la película, excepto por las noches (estamos en el desierto). Hay moscas zumbonas, cargosas, pesadas. Hay gente crucificada en los postes de luz a la vera de las rutas de ripio; hay escenas de hombres durmiendo en habitaciones desordenadas y roñosas. Hay polvo, un sol violento, silencios, muchos primeros planos, suciedad en las caras, desesperanza, desasosiego y hartazgo.

La banda sonora es perfecta. Los sonidos son mágicos, extraños, evocadores de un mundo perdido y ya olvidado. La cámara es precisa. Los movimientos y las tomas son clásicos y sostienen austeramente el relato. Abundan los primeros planos, el cruce de miradas, la parquedad. El silencio se siente, al igual que el calor, la mugre y la sangre pegajosa.

Se nos muestra una docena de muertes violentas, en escenas que son verdaderamente de relojería. Asusta y duele asistir a cada una de esas muertes. No se trata de una cosa decorativa, como en esas pelis pedorras con camaritas lentas y soniditos de armónica para estetizar las carnicerías. Acá las balas queman, penetran, infectan, vuelan sesos, extirpan tripas. La precisión de Eric a la hora de matar es estremecedora. Rotos el tejido social y las normas, lo que queda es matar o morir, sin ninguna esperanza o expectativa de redención o mejora de la condición humana.

Dos diálogos explican todo lo que hay que saber o entender sobre este mundo. Ambos son sucesivos y ocurren a partir del minuto 70. En el primero, un hombre, al que llamaremos “el carcelero”, acaba de capturar a Eric y se propone derivarlo a Sydney para que dispongan de él. El diálogo es así:

Carcelero: –¿Cuándo irás a decir algo, idiota? Se acabó. Se acabó para tí.

Eric: –Lo sé.

Carcelero: –Es bueno que lo sepas.

Eric: –¿Tú también lo sabes?

Carcelero: –Lo sé, campeón. Te lo acabo de decir.

Eric: –Sabes que también se ha acabado para ti, ¿no? Lo que tú creas que se ha acabado para mí, se acabó hace rato. Te estoy preguntando a tí.

Carcelero: –¿Me estás amenazando?

Eric: –No. Una amenaza significa que todavía hay algo que falta que suceda.

El segundo diálogo ocurre inmediatamente después:

Carcelero: (mientras anota cosas en un papel, a la manera de un burócrata que rellena un formulario): –Estoy haciendo esto por mí.

Eric: –¿Qué es lo que estás haciendo por tí? Hace diez años asesiné a mi mujer … La seguí hasta lo de su amante y los maté a ambos … Nunca nadie vino por mí. Nunca tuve que mentirle a nadie. Nunca tuve que correr o esconderme de alguien. Sólo los enterré en un pozo y regresé a mi casa. Nunca nadie vino por mí. Eso hiere más que tener el corazón roto. Saber que no tenía importancia. Saber que podías hacer algo así y que nadie vendría por tí.

Más arriba dijimos que “El vagabundo” no podría haberse filmado nunca en la Argentina. Ocurre que el “colapso” al que hace referencia esta película es el colapso del sistema financiero neoliberal, que en el caso particular de Australia fue aplicado a rajatabla aunque tardíamente -a esta altura se transita por la última fase, la de una grotesca burbuja inmobiliaria que estallará próximamente-. Como bien lo sabemos los argentinos, el neoliberalismo es más que un sistema económico: es una cosmovisión en donde lo único que existe es el individuo y sus “valores”, si son bonos mejor; o sea, papeles representativos de una riqueza cuya realidad reside en la “confianza”. El mundo anglosajón todavía transita la nube de pedos que es este sistema, por lo que a ellos les falta lo fundamental: su propio 19 y 20 de diciembre. Mientras tanto, seguirán creyendo que son individuos aislados, que el término “sociedad” es una construcción abstracta, y que lo que suceda al “colapso” será, como en The rover, la desintegración del universo conocido.

¡No, bobos! Lo que se va a desintegrar son unos cuantos bancos, varios primeros ministros saldrán volando en helicóptero, algunos centenares de brockers optarán por tirarse de los rascacielos de las cities financieras, y el resto de la gente se va a empobrecer a lo pavote. Los anglosajones redescubrirán los sindicatos, habrá goma en las calles, se incendiará un par de financieras, y la plata volverá a hacerse trabajando. Volverá el contrato social, el Estado, las normas y el derecho. Definitivamente, no habrá Erics caminando alucinados por pueblos fantasma, cosiendo a tiros a unos pocos sobrevivientes.

Por último: varios críticos han señalado que la última escena resignifica la película. Macanas. La última escena es una porquería; pervierte la actitud de Eric sostenida con coherencia en los 102 minutos previos. Es como si alguien le hubiera dicho al director que con un gesto “humano” (enterrar a un perro) cambia todo y ahora Eric le encuentra sentido a la vida. O sea: soñando soñando triunfé patinando. ¡Falso! La vida de Eric no vale nada desde el minuto uno. Nos dan ganas de zamarrear al director y gritarle: “¡Tonti, sacate el casco neoliberal de la cabeza y mirá algo distinto! ¡Afiliate al sindicato, papá!”

Hasta la próxima.