El caso de Richard Jewell

Crítica de Sebastián Rosal - A Sala Llena

Una tragedia americana. En 1996, la ciudad estadounidense de Atlanta organizó los Juegos Olímpicos. Todo parecía indicar que los juegos del Centenario, como se los llamó, serían realizados por Atenas, a un siglo de que la capital griega albergara la mítica primera edición, pero los dólares y la presión de la CNN y Coca Cola, entre otras empresas con sede en aquella ciudad, desplazaron el evento deportivo desde la milenaria ciudad mediterránea hacia el calor y la humedad del sur norteamericano. Los de Atlanta fueron los juegos de Michael Johnson, el primer atleta de la historia en ganar los 200 y los 400 metros libres. Fueron también los juegos de un Mohamed Ali ya envejecido, tembloroso, frágil y aun así majestuoso encendiendo el futurístico pebetero olímpico en la ceremonia inaugural. Esas imágenes originales y otras, picos de una emoción genuina generada en aquellos días, son exhibidas por El caso Richard Jewell para dar cuenta de la ebullición que la ciudad vivió en esa quincena en la que supo convertirse en la Nueva Roma del mundo, del clima de celebración que allí se desarrollaba. Sirven, al mismo tiempo, para introducir un universo determinado; un universo en el que tras la fachada de un escenario festivo tuvo lugar un drama americano.

Como en su anterior La mula, como en la totalidad de su filmografía (la más lúcida y coherente que dio el cine de Hollywood en las últimas décadas), Clint Eastwood se apoya sobre las bases fundantes de una nación para elaborar a partir de ellas una reflexión que tiene siempre al individuo como interés último, como norte. La excusa esta vez es la bomba que en una de aquellas noches olímpicas explotara en el Centennial Park durante uno de los tantos recitales con los que ese tipo de eventos entretiene a su público. En el atentado murieron dos personas y más de cien resultaron heridas. Ese hecho marca el drama de Richard Jewell, el guardia de seguridad allí presente que, como un perfecto modelo hitchcockiano (el hombre común sobrepasado por hechos extraordinarios que no termina de entender del todo y a los que sin embargo debe afrontar) vio cómo mutaba de héroe a villano de la noche a la mañana, de salvador de decenas de vidas a responsable de haber colocado allí la bomba. Que la película tome aquella historia para serle fiel o tergiversarla según sus intereses poco importa, tanto que, casi distraídamente, Eastwood se permite mostrar como al pasar y lateralmente una entrevista televisiva realizada por aquellos días al Jewell original: deudor del cine clásico, sabe que importa menos la manera en la que realidad se revela en la ficción que los modos en los que la ficción es capaz de postular, de crear (de re-crear) la realidad. Como podía preverse, esta y otras diversas licencias para con el corset del realismo (ese lastre pegajoso escondido tras la muletilla del “basado en hechos reales”) no pasaron desapercibidas en los medios norteamericanos, todavía abrumados por su participación directa en los hechos de aquel entonces. Apenas estrenada, el Washington Post lanzó un brulote contra la película, un artículo inefable que comienza así: “En un momento en el que la verdad misma está bajo asedio, las decisiones de los cineastas importan. Las películas comercializadas como una ´historia real´ tienen la obligación (el subrayado es mío) de respetar los momentos y las personas sobre los que gira la narración. Cuando difaman a personas reales, distorsionan los hechos o los inventan para amplificar el drama, no respetan a su público”. Nadie debería sorprenderse por esta declaración antediluviana: excepto honrosas excepciones, para los grandes medios y los críticos de aquel país el cine sigue siendo terra ignota. Por otros medios, más de dos décadas después, la tragedia continúa.

El hombre tranquilo. Una década antes de los hechos relatados, Jewell maneja el depósito en algún organismo público atiborrado de abogados y como tal es el encargado de distribuir artículos de librería o de limpieza, según el caso, en los escritorios de los oficinistas. Su tarea le permite establecer un lazo particular con Watson Bryant, el abogado más destacado de esa repartición. Un pacto un tanto extraño, extemporáneo, sella, sin que ellos lo sepan en ese momento, el destino de ambos. En esa primera media hora inicial que es ejemplar en su sequedad narrativa, en su concisión (el cine de Eastwood se ha ido depurando, enmagreciendo con el tiempo hasta eliminar todo lo superfluo), la película se encarga de definir a Jewell con precisión. En él conviven buena parte de las características del americano promedio que horroriza al resto del mundo: el gordo con cara de bonachón, un poco lelo, homofóbico, es un fanático del orden, de las armas, de la devoción y el sometimiento absoluto a la policía y al gobierno, como si un mandato divino operara sobre él. A punto de ingresar a la Academia de Policía (vestir ese uniforme es su máximo anhelo), carga con algún delito menor en su haber, hijo del exceso de celo en el cumplimiento de la ley, mientras trabajaba como guardia privado. Pero Jewell es también un hombre honrado, buen hijo, solitario, algo aniñado. Es, a su manera y como Pyle, el personaje de la novela de Graham Greene, el inocente un tanto idiota al que sus buenas intenciones lo ponen en peligro. En esa dualidad puede empezar a entenderse el interés que el caso despertó en Eastwood, un artista amante de los grises: no porque en su cine no quepan la bondad y los actos generosos, la violencia y la maldad. Pero si la historia del gordinflón que a sus treinta aún vive con su madre llamó la atención del veterano director, es porque precisamente en esa combinatoria ambigua se refleja tanto la individualidad de un personaje como una constante de su obra.

Trato de precisar: el cine de Eastwood se ha movido en gran medida alrededor de personajes para quienes la sociedad constituida (con sus regulaciones, sus ritos, sus límites) es una traba, siempre una incomodidad. En esa fricción entre los individuos y el conjunto la salida es abrirse, encontrar algún paraíso propio en el que poder subsistir; o llevar una existencia que no es propia. Ese espíritu entre libertario y anárquico pareciera estar aquí obturado, como si la idea misma fuera puesta en tensión. Cuando cae la acusación sobre Jewell, y en un instante la consideración pública lo transforma de víctima y héroe en victimario, su respuesta es casi insólita. Ante cada atropello del FBI y de la prensa (que se inmiscuyen en su casa, que instalan micrófonos en todos lados, que ejercitan un obstinado escrutinio de su vida y de sus aficiones) su conducta lo muestra aceptando todo mansamente, colaborando con fervor, con cierto goce incluso. El bueno de Jewell pone siempre la otra mejilla, adoctrinado desde chico en la sigilosa carga de la obediencia. Que el proceso que debe atravesar sea la prueba contundente de su impostura parece importarle poco.

En este punto es donde la figura del abogado Bryant adquiere una luz y un peso decisivos, porque es el vehículo a través del cual aquella idea encuentra su punto de fuga, la manera de manifestarse. En Bryant se materializa una constante en los personajes de Eastwood: como en las renovadas formas de la pasión de los amantes de Madison, como en el soplo estimulante que aparece de improviso en la vida del viejo convertido en mula, como en la vuelta a la aventura del imperdonable Munny, como en los jinetes declinantes, excéntricos y vitales que surcan el espacio (y la lista podría seguir extensamente), el caso de Jewell es para el abogado la oportunidad de volver a encontrar el sentido de una existencia que, mala fortuna mediante, se ha vuelto demasiado gris. Así, el tándem que conforman cliente y representante va más allá de la esperable fábula sobre la resistencia frente a los poderes constituidos y su atropello. Convertido en el Virgilio de un infierno privado, Bryant guía a Jewell hasta la resolución final, y para hacerlo ambos crean una comunidad mínima, solidaria, que no casualmente completan dos mujeres (la madre de Jewell, la secretaria de Bryant) y que es el núcleo emotivo hacia donde apunta Eastwood. Allí, en ese espacio cerrado, íntimo, los males se mitigan, se toleran, se convierten en una fuerza que, retroalimentada, es usada a favor para volver a salir al mundo; un refugio que permite, sutil alquimia mediante, que en una colección de tupperwares pueda concentrarse el sentido de una existencia. El caso Richard Jewell es menos una película sobre la injusticia y la forma en la que los medios y ciertas fuerzas oscuras pueden manipular la opinión pública. Pasando por encima de la delación como una amenaza constante, incluso de la presencia inquietante de la muerte que asoma aquí y allá todo el tiempo, lo que importa en su devenir seco y tenso es el pulso persistente de ciertos lazos afectivos insobornables, el cariño creciente con el que se adosa a sus personajes, portadores de una noble e intransigente humanidad.

El francotirador. En estos días volví a ver, en la web, la serie de cuatro clases que en 2013 Ricardo Piglia dictó sobre Borges en la televisión pública. En la última de ellas abordó el siempre conflictivo tema del posicionamiento político del escritor. Para decirlo en pocas palabras: lo que Piglia pondera de Borges no es tanto su posición abiertamente de derecha, sino el hecho de haber sido siempre capaz de decir, desde ese lugar y a contramano de posturas demagógicas o facilistas, lo que muchos piensan pero callan. Hace exactamente un año atrás, a propósito de La mula y en este mismo sitio, mencionaba la misma actitud y la misma postura con respecto a Eastwood, uno de los pocos conspicuos miembros de Hollywood que prolijamente se ha encargado de mostrar su adhesión al Partido Republicano y sus ideas, a contramano del resto del star system.

Vuelvo a la cita del Washington Post. Ese párrafo pertenece a Kevin Riley, el editor en jefe del Atlanta Journal-Constitution, el diario que divulgara inicialmente las sospechas sobre Jewell. Hay un personaje particularmente polémico en la película, el de Kathy Scruggs, la periodista del AJC de quien se insinúa que conseguía información de sus fuentes, en este caso de los agentes del FBI, mediante favores sexuales. Scruggs murió en 2001, y ese dato le permite a Riley argüir en su diatriba que Eastwood se metió con alguien que no puede defenderse. Que esa invectiva desconozca que hacia el final, en una última mueca, Scruggs también tenga la chance de ser redimida poco importa. Más grave es que Riley se focalice menos en la defensa de una periodista que en fomentar que, llegado el caso, sea lícita la imposibilidad lisa y llana de un artista de manifestarse en su obra como le plazca. Esa prescripción lanzada por el editor no es una voz extemporánea, más bien la manifestación de una nueva caza de brujas que ha surgido en los últimos años, sobre la que bien podrían sentarse las bases de algún improbable y cercenado realismo, montado en la buena conciencia y la culpa. Como Borges, Eastwood ejerce una libertad irrenunciable, y persiste obstinado en ocupar el rol de aquel para quien ese bien alguna vez conquistado no se debe negociar. Basta ver el estado actual ya no solo de Hollywood sino del cine en general para asumir que ese rol incómodo, el del francotirador solitario, no tiene, de momento, herederos. Son otros ámbitos y otros medios, pero allí también, reconvertida, la tragedia continúa.