El caso de Richard Jewell

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Ya no tiene demasiado sentido afirmar que Clint Eastwood es uno de los últimos directores clásicos en vigencia. ¿Qué significa eso hoy en día? ¿Que es solvente en la construcción narrativa? ¿Que coloca la cámara a la altura de los ojos? Sus virtudes exceden cualquiera de esas frases hechas y se consagran en su mirada del mundo, más allá de modas y coyunturas, tensando el mármol que le corresponde a su trayectoria con el riesgo de su trabajo continuo.

En El caso de Richard Jewell, elige una historia (real) con aristas controvertidas: Richard Jewell (Paul Walter Hauser), guardia de seguridad con ambiciones de policía, encuentra una bomba durante un concierto celebrado en el marco de los Juegos Olímpicos de Atlanta 96. Su hazaña lo convierte primero en héroe, y luego en el terrorista doméstico de turno. Allí confluyen la desidia del FBI, la voracidad de los medios, la tendencia de las sociedades a celebrar los extremos. Sin embargo, lo que a Eastwood le interesa es el efecto devastador que ese hecho tiene en la vida de un hombre que cree en las instituciones como garantes del orden social. Es esa convicción la que se pone en entredicho, en tensión con sus valores inculcados y frente a un entorno que lo seduce al mismo tiempo que lo destruye.

La película fue polémica en los Estados Unidos por dos razones. El efectivo tiro por elevación a la administración demócrata de Clinton (desde la voz de un republicano), marco en el que un hombre inocente es acusado por poderes impostores, propensos a los simulacros y la doble moral. Pero sobre todo por su retrato sesgado de la periodista Kathy Scruggs (Olivia Wilde), promotora de la acusación periodística de Jewell, convertida en una infeliz metáfora de la inmoralidad de los medios de comunicación. Es este el punto débil de la película, donde sacrifica la complejidad de Scruggs para convertirla en el engranaje ideal de un andamiaje de errores y complicidades.

Los heroísmos en el cine de Eastwood son siempre ambiguos y ajenos a la épica. Como su ejemplar Bronco Billy, sus personajes son idealistas de un mundo obsoleto. Pero es justamente esa falta de grandeza a los ojos de la época lo que los eleva para la mirada de Eastwood, lo que los destaca -como a Jewell-cuando nada en su genética o circunstancias podría haberlo indicado.

Su cine está consagrado a esa justicia en la representación, que únicamente la ficción puede asumir, deudora sí de los mandatos crepusculares de John Ford, pero atravesada por una proeza que solo le pertenece a este gran director.