El campo luminoso

Crítica de Gustavo Castagna - A Sala Llena

EL MISMO VIAJE, OTRA VEZ

Un nuevo viaje sobre el mismo paisaje pero un siglo más tarde. Retomar esa travesía de hace cien años a la búsqueda de respuestas, acaso novedosas o no tanto para los nuevos responsables.

Cristian Pauls transita ese terreno que frecuentó la expedición sueca a cargo de Emil Haeger en 1920 por parajes formoseños con la pretensión de trazar un puente entre aquel pasado y el presente. ¿Cómo observar hoy esos fragmentos de archivo en blanco y negro sobre un mundo casi desaparecido? ¿De qué manera pueden dialogar los recuerdos – papeles, imágenes – de la incursión nórdica con el director hoy conversando y escuchando a los últimos herederos de aquel mundo?

La experiencia resulta abrumadora y gratificante durante las dos horas de El campo luminoso, documental ajeno a cualquier rutina del género y bien lejos de la meseta temática edificada desde la corrección política cuando se invoca a los pueblos originarios.

Pauls se escapa de los lugares comunes confrontando las imágenes de archivo con la supervivencia en estos días de los últimos estertores de una población indígena y una región ya olvidados. No juzga en ningún momento sino que reflexiona y escucha con atención esos testimonios que remiten al pasado desde el presente. El director está en el plano junto a los indígenas pero jamás invade con su retórica, descartando el peligro del protagonismo, eligiendo un lugar secundario ante el relato de los otros.

El peligro del pintoresquismo, habitual en esta clase de propuestas, es abandonado ya en los primeros minutos del documental a través de un sutil distanciamiento estético desde en el contrapunto del pasado con el presente donde no hay lugar para el subrayado y la bajada de línea. Se está ante un nuevo viaje sobre un territorio ya explorado: El camino luminoso, en ese sentido, es la película que completa un director, es un film iniciado hace cien años donde las preguntas pueden ser las mismas que se hicieron los nórdicos en 1920. Por eso la descripción de ese paisaje le gana la partida a la mirada paternalista y al detalle geográfico procedente de un manual enciclopédico.

Ciertos ecos estéticos pueden remitir a las aventuras fílmicas del mejor cine de Werner Herzog (se trate de ficciones o documentales), pero también, se perciben señales de un maravilloso trabajo del director español José Luis Guerín. Me refiero a Tren de sombras (1997), homenaje al cine amateur desde las experiencias vividas – de manera casera – por un fotógrafo de origen francés durante la década del 20.

Vaya casualidad, o no tanto. La expedición sueca transitó en esa misma década que la labor amateur de aquel fotógrafo. Allí Guerín continuaba el recorrido iniciado en la segunda década del siglo XX, y en El campo luminoso, en tanto, Pauls toma la posta iniciada por Emil Haeger. Con la misma intención que aquellos expedicionarios de hace cien años: que el viaje no solo trasunte el mero descubrimiento de algo novedoso sino el proceso interior, en este caso, de un director que completa una película iniciada tiempo atrás.