El callejón de las almas perdidas

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Desde el anuncio del proyecto de El callejón de las almas perdidas, Guillermo del Toro se encargó de repetir en diversas entrevistas que su película no sería una remake del noir de Edmund Goulding con Tyrone Power, estrenado en 1947, sino una nueva adaptación de la novela de culto de William Lindsay Gresham. Aquella historia sobre circos y ocultismo ambientada a fines de los años 30 resultaba el material perfecto para la cinefilia del director, tentada siempre por el homenaje y el pastiche, cuya prueba oscarizada fue La forma del agua. Lo que allí era el fantástico y el cine de monstruos acuáticos aquí asciende a la tierra bajo los contraluces del film noir y las fábulas de ascenso y caída de falsos profetas y charlatanes de feria. Del Toro actualiza esa fruición por la cita y expone un mundo de ficción recreado al dedillo como aquellos que lo fascinaron en su juventud. El callejón de las almas perdidas es eso, una pieza perfecta de orfebrería a la que el alma se le escurre entre las volutas de decoración.

La historia es aún más fiel a la novela que la versión de Goulding, que había recortado el pasado del joven Stanton Carlisle para iniciar el relato con su presencia en el circo como maestro de ceremonias de un acto de adivinación. De Toro y su coguionista Kim Morgan restauran sus recuerdos ominosos, de culpa e incendio, y presentan a Stan (Bradley Cooper) arribando a un pequeño pueblo, tentado por las luces de un circo, asombrado por el acto indigno del monstruo de la feria. Su decisión de permanecer allí no es solo una escapatoria de sus fantasmas, sino la oportunidad de descubrir su talento, algo que creía que no poseía. Pero el encuentro con Zeena (Toni Colette) y Paul (David Stratahirn), dos actores de vodevil devenidos en un matrimonio agrietado por el alcohol y las traiciones, desemboca en un hallazgo: un código secreto que permite el perfecto acto de videncia y un espectáculo de premonición, para el que Stan necesita a Molly (Rooney Mara), cómplice inmejorable para el amor y la estafa.

Como ocurría con La forma del agua, la voracidad de fan de Del Toro impregna la puesta en escena y entonces todo se da cita en la película con la avidez de un coleccionista: los monstruos trágicos herederos de la tradición de la Universal; la pérfida femme fatale que interpreta Cate Blanchett como eco de todas las actrices del noir (con Veronica Lake a la cabeza); el retrato del magnate que interpreta Richard Jenkins, heredero de los ambiciosos de John Huston, que luego el mismo Huston interpretaría en Barrio Chino; el atuendo de Toni Colette como prestado por la Marlene Dietrich de Sed de mal.

Todo cobra forma en una imaginería que pone la puesta en escena al servicio de simultáneas apropiaciones en las que, de a ratos, asoma la gestación de un drama propio. La crueldad humana, ya sea en la exposición de las miserias en el circo o en las lágrimas en los salones de la ciudad, aparece como un signo visceral tanto en los actos de las víctimas como de los victimarios (la doliente madre que interpreta Mary Steenburgen y el sádico dueño del circo del genial Willem Dafoe).

Sin embargo, lejos de sintonizar con la posición periférica que tuvo la versión de Goulding, arrastrando a una estrella como Tyrone Power a una interpretación brutal y consagratoria, a un registro sucio de bajo presupuesto, a los caprichos de un estafador que no tiene trauma que justifique su ambición, Del Toro hace una película fastuosa e importante, repleta de estrellas y colores artificialmente opacados, mobiliario art decó y alfombras impecables. La esencia del film noir fue siempre exponer la sordidez del mundo de posguerra en una belleza sombría y dolorosa, impregnar esas encrucijadas entre ambiciones y fracasos de un aire irrespirable y una moral desgastada. El callejón de las almas perdidas no tiene demasiado de ese fondo porque la perfecta superficie es su límite.

Dividida en dos partes, la primera ambientada en el circo, la segunda en la urbana Búfalo, la película recorre el impulso de Stan hacia la distinción, hacia la convicción de que más allá del engaño y el oportunismo existe el poder de leer los sentimientos de quienes le piden ayuda. Ese es un interrogante nacido a comienzos de los 40, como bien lo entendió Gresham, luego de una década en la que líderes carismáticos habían ascendido a poder interpretando los más íntimos deseos de las masas populares. Pero esa lectura política que expandió la fuerza literaria de Gresham, y que lo llevó a exponer a varios charlatanes de feria más allá del circo, se torna liviana en la obra de Del Toro, un ejercicio de estilo virtuoso y deslumbrante que sintetiza toda nuestra posible admiración.