El buen mentiroso

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El encanto del disfraz

El Buen Mentiroso (The Good Liar, 2019) constituye uno de esos pequeños placeres que en otras épocas eran moneda corriente y que casi no existen en el cine contemporáneo, una y otra vez saturado de productos descartables y extremadamente estúpidos que pasan sin pena ni gloria por la memoria del espectador: hablamos de una película muy atrapante de misterio y manipulación de impronta clasicista basada más en las sutilezas, el desarrollo de personajes y -en especial- las actuaciones de los dos actores principales, nada menos que Ian McKellen y Helen Mirren, que en los latiguillos y la parafernalia de cartón pintado a la que nos tiene acostumbrado el Hollywood más perezoso de nuestros días. El realizador Bill Condon le saca todo el jugo posible al sencillo pero cumplidor guión de Jeffrey Hatcher, inspirado asimismo en la novela homónima de 2015 de Nicholas Searle, un trabajo deudor de Patricia Highsmith y John le Carré en lo referido a la complejidad de los protagonistas.

La excusa de base es el encuentro entre un estafador veterano, Roy Courtnay (McKellen), y su más reciente víctima potencial, Betty McLeish (Mirren), una mujer solitaria que atesora una generosa fortuna, tiene un nieto bastante metiche llamado Steven (Russell Tovey) y en esencia se abre camino como una presa perfecta para un señor acostumbrado a convencer a terceros de que entreguen su dinero bajo promesas de multiplicarlo vía inversiones un tanto difusas aunque definitivamente tentadoras. Mientras que por un lado avanza en materia romántica con Betty y esquiva el trato poco cordial que recibe de parte del muchacho, Roy embauca a un grupito de burgueses tontos para que realicen una transferencia bancaria y después desaparece simulando una redada policial, lo que deja bien en claro que Courtnay no se echa atrás a la hora de destrozarle la mano a un cómplice que se pasó de ambicioso o de asesinar a una víctima que lo acosa en el metro reclamándole que le devuelva su dinero.

Condon, un artesano heterogéneo que filmó su mejor película con McKellen allá lejos a comienzos de su carrera, léase la fenomenal Dioses y Monstruos (Gods and Monsters, 1998), hoy supera por mucho a opus mediocres en la línea de las primigenias Detrás del Espejo (Sister, Sister, 1987) y Candyman 2 (Candyman: Farewell to the Flesh, 1995), las dos partes de La Saga Crepúsculo: Amanecer (The Twilight Saga: Breaking Dawn, 2011 y 2012) y trabajos varios apenas correctos como Dreamgirls (2006), El Quinto Poder (The Fifth Estate, 2013) y La Bella y la Bestia (Beauty and the Beast, 2017), ubicándose en términos prácticos en el nivel cualitativo de las también disfrutables Kinsey (2004) y Mr. Holmes (2015). Más allá de un remate a la Los Sospechosos de Siempre (The Usual Suspects, 1995) con mentiras entrecruzadas de por medio, gran parte del relato se sostiene en el juego de las identidades trastocadas y en el extraordinario desempeño de los dos protagonistas, de la mano de una Mirren que interpreta a la “viuda ingenua” que busca compañerismo y de un McKellen que se calza los zapatos de un depredador porfiado que sin embargo duda a escala moral porque a la mujer supuestamente le queda sólo un año de vida a raíz de una serie de diminutos accidentes cerebrovasculares que la vienen acosando.

Apelando en iguales proporciones a la codicia y a una sed de revancha arrastrada desde hace mucho tiempo, El Buen Mentiroso no apresura la acción y permite el despliegue de los acontecimientos no sólo para que haya empatía del otro lado de la pantalla sino con el objetivo manifiesto de explicitar el talento para el embuste de los personajes y el mismo encanto de unos disfraces sociales que bajo la máscara de toda esa vulnerabilidad en lo que atañe a la salud o lo anímico/ psicológico se esconden fieras agazapadas esperando su oportunidad de rapiñar a quien sea. En este sentido, la película va más allá del maravilloso detalle de desacralizar a la “tercera edad” en tanto empardada al estereotipo hilarante e irreal de abuelitos sabios y bondadosos de gran corazón, debido a que logra enfatizar que las tendencias psicopáticas pueden aparecer en cualquier punto de la vida y que la responsabilidad por las propias acciones no se extingue con el paso del tiempo, provocando más bien que la eventual impunidad derive en un afán de justicia que no se detendrá ante nada ni nadie hasta dar con esa ansiada reparación de turno. Sin ser precisamente una joya del séptimo arte, el film de Condon aprovecha la flema y/ o pantomima cultural británica poniendo en primer plano su sustrato fingido, soberbio y condescendiente oportunista...