El blanco afuera, el negro adentro

Crítica de Fernando López - La Nación

Inventiva y coraje

La originalidad, la fuerza y la inventiva que Adirley Queiros expone en esta pieza única la colocaron en el centro de las atenciones en cuanto festival -Mar del Plata incluido- fue presentada después de su consagración en Brasilia 2014. Branco sai, preto fica no responde a las clasificaciones habituales del documental ni de la ficción. ¿Cómo considerarla un documental si en medio de los testimonios de dos de los protagonistas acerca de la brutal represión policial que sufrieron al cabo de un baile clandestino en los 80 y que les cambió la vida para siempre (uno está confinado a una silla de ruedas; el otro, obligado a llevar una pierna ortopédica), se presenta un extraño viajero que llega de 2073 a bordo de una suerte de rústico container, con la misión de reunir pruebas sobre la responsabilidad del Estado en esas y otras atrocidades cometidas contra negros y pobres?

La imaginación, en cuyos desbordes podría quizá percibirse algún eco lejano de Glauber Rocha, es otro elemento sustancial que abre el camino hacia la ficción y aun hacia la fábula y la poesía y contribuye a liberarse de los rigores del documento y las limitaciones del realismo. No, El blanco afuera y el negro adentro no se parece a nada. Y de esa libertad creativa y ese coraje se nutre su apasionante originalidad. El apocalíptico paisaje en el que se desarrolla la historia, por ejemplo, ha sido totalmente creado por el director y su brillante diseñadora de producción, pero sobre la base de cualquier población al margen (y al servicio) de una gran ciudad, de modo que remite a los rasgos de cierta realidad suburbana, como las que abundan en el planeta. Lo documental ficcionalizado.

El título reproduce la orden a la que respondían los policías a caballo cuando irrumpieron aquella noche de marzo del 86 en el famoso baile black que se desarrollaba en el Quarentão, el local de Ceilândia, el suburbio de la periferia de Brasilia donde transcurre toda la película. Y es lo suficientemente ilustrativo del racismo que recrudecía en esa época y que quizá no está tan extinguido como algunos brasileños querrían. Documento y ficción se mezclan tan estrechamente que no siempre el espectador puede distinguir -como en el caso del viajero en el tiempo, la condición de extranjería que se le atribuye al distrito federal o el violento desenlace- lo que es real de la pura invención. Y lo hacen desde el principio, cuando vemos llegar a su casa -ingeniosamente adaptada a su actual condición y encerrada en sugestivas rejas- al robusto Marquim, maniobrando su silla de ruedas, montar al primer piso, colocarse frente al micrófono que tiene sobre una mesa y relatar a los oyentes de su emisora un episodio sucedido en el pasado mientras se suceden fotografías que ilustran aquella negra jornada en la que todavía él era el responsable de la música, y su amigo Shokito-Sartana exponía sus habilidades de bailarín y coreógrafo. Ninguno de los dos ha cedido ante la desgracia ni abandonado sus vocaciones, lo que no quiere decir que Queirós se deje tentar por el miserabilismo ni que sus personajes cedan a la autocompasión. Al contrario: les sobra fortaleza de espíritu. Marquim sigue rapeando por la radio; el ex Sartana colabora con el perfeccionamiento de prótesis para quienes tienen necesidades similares a las suyas. Y no deja de practicar nuevas coreografías.

Marquim no sólo se llevó de Brasilia el premio al mejor actor -uno de los once que mereció la película-, sino también el que reconoció otra de sus contribuciones fundamentales: la selección de la música (predominante negra, claro) que se oye en el Quarentão y en el film entero.