El azote

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Los protagonistas en el cine de José Celestino Campusano son, por lo general, buena gente. Podrán tener un desliz, como Carlos o El murciélago -apodo que se ganó cuando tocaba en una banda de rock pesado-, pelo largo, campera de cuero negro, un andar desprejuiciado, que está a punto de engañar a su esposa con otra mujer. Pero le parece “muy puta”, y la deja en banda.

Anda “Más cansado que de costumbre”, dice.

Cuando Analía, su mujer, que cuida y cambia a su madre, postrada en silla de ruedas, lo encara por sus amoríos, él le dice “¿Pero querés que le eche mano a lo primero que se me cruce?”.

Carlos es de no terminar las discusiones, e irse. Lo hace con las mujeres, pero no es un cobarde. Es asistente social en un centro de menores, y cuando se le plantan de frente, sean los adolescentes o algún compañero de trabajo, hay que tener lo necesario para enfrentarlo.

Trata a su mamá de usted y no le jura por nada, porque “sino no tendría valor mi palabra”.

Rodada en las afueras de Bariloche, en El azote confluyen la denuncia, la corrupción, la droga y el maltrato.

Campusano tiene su estilo. El director de Vikingo es congruente con su manera de pensar, de elaborar y de filmar su cine. Los diálogos, la manera de preguntar que tienen los personajes, las reflexiones, casi como sermones. Los protagonistas hablando, que parecen recitar más que decir las líneas del guión, pueden descolocar al espectador no habituado.

Dentro del drama que plantea El azote, no hay mucha esperanza más allá de los afectos del círculo más íntimo.

Al fin y al cabo, al inicio una bruja o adivina le advierte varias cosas a Carlos. Quien quiere oír, que oiga.