El azote

Crítica de Diego Maté - A Sala Llena

“Vive rodeado de sombras. ¿A qué se dedica?”. ¿Cuántos directores son capaces de empezar una película con una línea de diálogo así, antes de que se vea a los personajes? Así empieza El azote, pero no se trata de algo nuevo para el cine de José Campusano. En sus películas siempre se presta una atención infrecuente a la manera en la que hablan los personajes: el director cimentó un estilo inmediatamente reconocible con protagonistas que se expresan con una elegancia y una precisión pocas veces escuchada en el cine argentino. La marginalidad que golpea y hunde a los personajes de Campusano nunca se transforma en una excusa para desligarse del trabajo con las palabras: al contrario, no importa qué tan pobres, miserables o malvados sean, todos hablan bien, con una elocuencia que parece salida de otro tiempo y lugar. Lo busque o no, Campusano termina discutiendo siempre con el modelo del primer Nuevo Cine Argentino y con el costumbrismo en general, o sea, con todo el cine que se escuda en la precariedad de sus universos para no tomarse el esfuerzo de cuidar el lenguaje (si los personajes hablan mal, lo hacen porque así lo quiere el estereotipo que fija cómo debe representarse al marginal). Esa decisión produce siempre un desplazamiento singular: la aspereza de los entornos y de sus criaturas se enrarece a través de los diálogos, como si el director renunciara expresamente al realismo y creyera que el cine no debe ser un mero registro de las cosas, sino una forma de mirar que moldea lo que encuentra y lo vuelve algo distinto de los dictados del sentido común. Lo que nos lleva de nuevo al comienzo de la película, un drama social situado en Bariloche que empieza con una vidente diciéndole al protagonista: “Vive rodeado de sombras. ¿a qué se dedica?”.

Carlos es asistente en un centro de menores. Sus días se dividen entre su trabajo como director del lugar y una vida familiar accidentada junto a una madre postrada y a una novia con la que se llevan muy mal. El hombre disipa un poco la ingratitud cotidiana con visitas esporádicas a una amante y consultas a una adivina. El cine de Campusano siempre abrazó los géneros: en las afrentas y duelos, en los abusos facilitados por el poder, en la división más o menos nítida entre sujetos probos y malvados, en esa cartografía resulta imposible no ver las trazas del western, del policial negro, del drama de frontera. En El azote aparece, tal vez por primera vez, un elemento fantástico: existe la posibilidad de que las desgracias de Carlos provengan de alguna especie de maldición que anida en su casa y que envuelve a un compañero de trabajo. El guion sugiere la presencia de un mal pero no la certifica, la caída de Carlos y de los que lo rodean se produce por obra de ellos mismos. Es que la realidad tangible de los personajes está marcada por el desastre sin necesidad de recurrir a terrores de algún otro plano: los chicos que llegan al centro lo hacen en las peores condiciones imaginables, vienen de hogares devastados y arriban tras haber sufrido maltratos de la policía. El lugar es un oasis de contención que trata de revertir (o de demorar) la desintegración social que castiga la zona, pero el esfuerzo de los voluntarios no alcanza: los chicos se las arreglan para conseguir drogas y armas adentro del lugar con la ayuda de uno de los responsables del centro. De los altercados entre Carlos y los chicos Campusano extrae una tensión notable: los diálogos adoptan la forma de un enfrentamiento verbal que en cualquier momento puede devenir otra cosa, en cada palabra se juegan la sabiduría paternal y el tono hosco de Carlos contra la furia y el resentimiento de los chicos. Todo está siempre a punto de explotar, cada encuentro entre jóvenes, policía o parejas anuncia violencia, rencores, humillación. El protagonista está atrapado en los mecanismos de un sistema corrompido: el azote del título remite menos a un mal extraterreno que a la miseria que enloquece y ciega a los habitantes del lugar. El mundo de El azote, como el de las películas del director en general, se diluye y con él lo hacen los lazos sociales más elementales. Los encuentros y los gestos de los protagonistas dejan asomar pulsiones inmemoriales que desbordan los marcos institucionales endebles que sostienen a los personajes. Todo ocurre a una velocidad fulminante que rebasa los reflejos de Carlos y de sus compañeros del centro. Lejos de la sociología que implica el realismo, el cine de Campusano, con sus diálogos exquisitos y su registro actoral desfasado, a veces bressoniano, es una máquina de escenificar conflictos atávicos que estallan sin explicación y cuya causa se pierde en el torbellino de las acciones. No se sabe qué empuja a sus personajes al desafío, al señorío sobre otros, al envilencimiento: su cine está despojado de psicología, en cambio, la cámara captura automatismos, reflejos primitivos que se hunden en los confines de alguna memoria ancestral.