El Artista

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

La simpatía como trampa

Los comentarios del día después no dejan lugar a dudas: el inesperado (tanto como deseado) triunfo de El Artista en los Premios Oscar sería la gran noticia de los últimos años para el séptimo arte. Película (casi) enteramente muda y en blanco y negro, supuestamente destinada a homenajear y reivindicar el cine de manufactura artesanal de hace casi un siglo, El Artista implicaría un ansiado regreso a las fuentes para una industria agotada, que busca obsesivamente su tabla de salvación en los adelantos técnicos y el 3-D, a expensas del arte y la creatividad humanas. Para más, El Artista logró seducir a públicos masivos en todas las latitudes del mundo con un cine silente pleno de simpatía y humanidad, que demostraría que aún se puede filmar como en los viejos tiempos, y que el espectador también sabe premiar el riesgo y la honestidad.

Un relato tan candoroso sólo confirma, en realidad, las peores intuiciones (que ya expresamos en esta columna): Hollywood se recicla año a año con los Premios Oscar, y El Artista no es más que un producto cuidadosamente estudiado para cumplir con ése objetivo (a diferencia del filme de Martin Scorsese, La invención de Hugo, que significativamente se fue sin grandes galardones). Ni artísticamente arriesgada, ni homenaje honesto y desinteresado como se postula, el filme del francés Michel Hazanavicius (en esto sí innovó la Academia: le dio el premio mayor a una película francesa) es una aproximación mayormente fetichista y vacua al cine mudo, una fábula inofensiva para la industria que en ningún momento se propone pensar su tema ni su forma de abordarlo, y que ni siquiera cree en lo que postula (la posibilidad de un cine silente, de formas artesanales).

Se diría que su simpatía queda a flote, aunque allí está la trampa. El Artista no reivindica cualquier tipo de cine, sino uno muy específico: el cine de las grandes productoras (que construyeron la industria) y del star system (sistema de las estrellas), un cine despersonalizado y uniforme cuya traducción actual sería precisamente el tipo de cine que supuestamente viene a cuestionar. Toda película tiene una visión propia del cine y del mundo, decía François Truffaut, y hay que rastrearlas en su puesta en escena. El Artista es aquí tan acartonada y unidireccional como los culebrones que su protagonista -un actor de la época del cine mudo- encarna: filmes de aventuras donde lo que importan son los golpes de efecto, los giros del guión y el magnetismo de las estrellas. Poco más, si se mira bien, propone El Artista, aunque sus estrellas sean (hasta ayer) desconocidas: la desconfianza suprema en el espectador guía su puesta en escena, y entonces todo se explica una y otra vez, por más que no disponga de las voces para hacerlo (para eso está la banda de sonido). Su apropiación de los clásicos es trivial, meramente imitativa (o incluso fetichista), así como también la construcción dramática de los conflictos de sus protagonistas, y su lectura del momento que narra (el paso del cine mudo al cine sonoro). Sólo su simpatía, en gran parte deudora de un perrito (aunque sostenida por una música omnipresente y la actuación de Jean Dujardin), la salva de caer en el ridículo, mientras su tema la reviste de una falsa importancia, ya que en realidad, más que homenajearlo, la película parodia al cine mudo.

Su protagonista es un famoso actor del cine silente, George Valentine (Jean Dujardin), que en 1927 está en la cresta de la ola. Sus películas son un éxito, y hasta se da el gusto de imponer al productor (la figura del director está ausente en el universo del filme) la aspirante a actriz Pepy Miller (la argentina Bérénice Bejo, por momentos insoportable), una joven seguidora que pronto mostrará sus habilidades para el cine sonoro, y se convertirá en la gran estrella del estudio. A contramano, resentido en su orgullo, George rechazará esta nueva invención y se embarcará en una filmación propia, que a fin de cuentas lo dejará en la ruina, mientras Pepy sube al estrellato.

Plena de homenajes y citas a obras de la época (su argumento recicla a Cantando bajo la lluvia de Stanley Donen y Sunset Boulevard de Billy Wilder), Hazanavicius intenta imitar en su película la estética del cine mudo, pero casi siempre desde la exageración: sus protagonistas (sobre todo Bérénice Bejo) hacen de la afectación el eje de su trabajo, y entonces sobreactúan tanto en las películas que filman (la ficción dentro de la ficción) como en la supuesta vida real. Un trazo grueso que se extiende a la puesta en escena, que pocas veces puede resolver los giros del guión meramente con imágenes: a la mejor escena del filme (un plano general de unas escaleras vistas de costado que, además de emular a otra película, muestra al protagonista mezclándose entre la gente común), le seguirán otras para remarcar que el hombre ha caído en desgracia. Por no hablar de la música omnipresente como constante clave de lectura de todas las escenas, algo que se acentúa a medida que avanza el filme porque pasa de la comedia al drama, al suspenso y hasta la tragedia. Tanta manipulación pone en duda el concepto de “artesanal” con el que se ha asociado a la película, que en su puesta también recurre a artificios varios: la manipulación de la luz (incluso de tonalidades varias en ciertas escenas) es el más evidente, sobre todo hacia el final, aunque esto no implica ningún desmérito. Es más, la gran paradoja final es que El Artista se destaca más en los rubros técnicos que en todas aquellas virtudes por las que finalmente fue tan premiada.

Por Martín Iparraguirre