El Artista

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Simpático y liviano homenaje

Casi totalmente muda, en blanco y negro y protagonizada por desconocidos actores franceses, muchos se preguntan cómo es posible el entusiasmo que el film de Michel Hazanavicius (París, Francia, 1967) viene despertando en distintas partes del mundo, con innumerables reconocimientos internacionales (incluyendo el premio a Mejor Actor en Cannes y diez nominaciones al Oscar). Desatienden el hecho de que la concepción argumental y dramática de El artista responde a las fórmulas habituales en las películas hechas para gustar sin rodeos: una historia de amor con complicaciones pero final feliz, situaciones emotivas alternadas con otras cómicas, personajes que pasan del fracaso al éxito y del enojo a la comprensión, y hasta la presencia de un perrito fiel y gracioso.
Por otra parte, siguiendo los pasos de Georges Valentin (Jean Dujardin), un astro del cine mudo que se resiste al sonoro, y de Peppy Miller (Berenice Bejo), una joven que, al mismo tiempo, se convierte rápidamente en star, el film resulta un claro homenaje al cine de Hollywood, con los imprevistos que se desencadenan en los camarines y en los rodajes, los dramas y el glamour de sus estrellas. Inclusive, entre las muchas referencias cinéfilas con las que se sostiene el film, prevalecen las que singularizan a la industria del espectáculo estadounidense (el gag, el tap, la comedia musical). “Filmamos en Hollywood porque es una película sobre Hollywood y necesitábamos la presencia física de Hollywood”, declaró el francés Hazanavicius, como para que quede claro.
Todo esto hace pensar en el concepto de originalidad que suele aplicarse a determinados productos cinematográficos. Muchas veces una película se considera original por el abordaje novedoso de un tema trillado o por los giros imprevisibles de su guión: no puede decirse que sea el caso de El artista que, si en algo es original, es en la iniciativa de haber plasmado un entretenimiento atractivo rescatando tópicos del cine mudo.
La película es tan simpática como simple. Algunos momentos tienen la chispa que hubiera sido deseable en todo su transcurso: un gran plano general que muestra gente subiendo y bajando las escaleras de un decorado, el brazo de Peppy asomando por la manga del saco de su amado, el “bang” de un letrero que juega con lo que espera ver el espectador. Pero su puesta en escena es bastante plana (la argentina La antena, dirigida hace cinco años por Esteban Sapir, exhibía más variedad de recursos) y su planteo es demasiado lineal, sin pliegues ni comentarios sobre ciertos fenómenos como la dictadura del star-system o los cambios de distinto orden que trajo aparejado el comienzo del cine sonoro. Es cierto que episodios como el de Peppy protegiendo a Georges cuando éste cae en desgracia tienen su origen en anécdotas reales, pero el film atenúa esos problemas con una persistente candidez.
Días atrás nos preguntábamos, a propósito de La invención de Hugo (2011, dir. Martin Scorsese), si un homenaje puede agotarse en la mera copia o la conmemoración sin aportar nada nuevo, y, por otra parte, si el cine actual no está siendo contaminado cada vez más por el virus del aniñamiento, donde todo tiene que ser obvio, ligero y azucarado.
De todos modos, aún tratándose de un film menor –y al margen de la desproporcionada cantidad de premios que viene recibiendo–, El artista tiene méritos: nos recuerda las facultades de la mímica y de la música para expresar sentimientos, su banda sonora (que comprende obras de Bernard Hermann y del argentino Alberto Ginastera) es heterogénea pero funcional, y la pareja Dujardin-Bejo, además de ofrecer expresividad, luminosas sonrisas y gracia para bailar, demuestra que hay mucho talento esperando ser descubierto fuera del star-system, ese sistema de contratación de actores utilizado por los estudios de Hollywood sobre el que la película de Hazanavicius no reflexiona ni discute, ni siquiera ironiza.