El Artista

Crítica de Emilio A. Bellon - Rosario 12

Viaje hasta un tiempo fundacional

Nominado a diez premios Oscar, el film demuestra cómo desde una fábula se pueden leer las marcas del presente y, en simultáneo, plantear la necesidad de reconocerse sobre el itinerario, la marcha, las huellas y los ecos de quienes nos precedieron.

A seis días de la tan promocionada entrega de los premios Oscars, en la que The artist estará presente frente al gran jurado con sus diez nominaciones, y casi en un terreno de paridad junto a La invención de Hugo Cabret, otra sublime expresión que ofrece hoy el admirado Martin Scorsese, pareciera que nuestra experiencia más vivencial, en estos días, nos ha transportado, y nos invita a permanecer allí en un tiempo que va más allá del cronológico, a los mismos tiempos fundacionales del cine; llamado séptimo arte desde 1911, tras haber paseado su fantasmática y errante silueta por barracas y ferias, hasta lograr, ya entrada la primera década su asentamiento en espacios fijos, en lo que algunos historiadores han llamado las catedrales del siglo XX: las salas cinematográficas.

No sólo como un ejercicio de nostalgia debemos, tal vez, comprender estos films. Por el contrario: en ambos, se mira hacia determinados momentos en los que se recupera ese eslabón que articula un juego de la memoria que pone en funcionamiento la necesidad de los grandes relatos. Tanto Scorsese, desde un tiempo histórico?social que se anima desde las fracturas, desde los rechazos y exclusiones, como Michel Hazanavicius, ahora, en The artist en la que ciertos imperativos empujan al olvido y a la marginación, parecen apuntar a plantear cómo desde una fábula se pueden leer las marcas de nuestro propio presente y al mismo tiempo sobre la necesidad de reconocernos sobre el itinerario, la marcha, las huellas, los ecos, de quienes nos precedieron.

A la manera de algunos films de Woody Allen y de Tim Burton, el director de The artist ha lanzado su desafío de rodar en blanco y negro, apoyándose en los códigos del cine silente ?-el relato abre en 1927?- y opera como banda sonora una selección de temas musicales de aquellos años locos. Desde un formato de melodrama, que convoca a la aventura exótica, se sigue de cerca un juego de situaciones dentro y fuera del set de filmación en torno a ese primer actor, George Valentin, cuyo nombre cita a aquel latin lover, con afilado bigote a lo Douglas Fairkbans, que ya desde el primer momento despierta emociones y suspiros en la platea.

Pero algo va a pasar de manera inminente. No será solamente la cercanía de esa joven admiradora que, poco a poco, irá marcando un lugar fundamental, decisivo, aún desde esa zona de silencio; sino, además, lo que implicará en la vida de este actor, George Valentin, la irrupción del sonoro.

Creo que debemos hacer un paréntesis aquí para sugerirle al lector, en la medida de sus posibilidades que se acerque a ver, o revea, una de las obras más críticas sobre esa transición del cine silente al sonoro que es Sunset boulevard de Billy Wilder, conocida en nuestro medio como El ocaso de una vida. Y ver en paralelo las reacciones de nuestro George Valentin, con las de Norma Desmond, cuando proyecta para sí, en el interior de su morada, sus films del período silente. E igualmente, admirar, ahora, en clave de musical la siempre eternamente feliz Cantando bajo la lluvia, de Stanley Donen y Gene Kelly.

Y es que en El artista, también, en un momento cúlmine, en un acto celebratorio, tanto el primer actor, quien siempre aún en los momentos más críticos y aún más pauperizados de su existencia cuenta con la ayuda de su chofer Cliford, como la primera actriz, la exitosa Peppy Miller, nos brindan un contagiante número de tip?tap, que se continúa más allá del "The End".

Reconstruida desde un mosaico de citas, que van desde Orson Welles y continúan por el cine de King Vidor, Fritz Lang, Charles Chaplin, Murnau, con la breve participación de un actor de carácter, en el rol de un aspirante en las filas de los extras como es Malcolm McDowell, y de John Goodman, actor de los cinéfilos hermanos Coen, El artista nos reserva el punto máximo de tensión, el que se da en esa línea de tiempo entre la vida y la muerte, el que anima y escenifica el amor de Vértigo de Alfred Hitchcock, a través de la partitura de Bernard Herrmann, en un momento en el que el melodrama alcanza el ciego ojo de lo sublime, por las simuladas calles de San Francisco, a bordo de un automóvil, un seguimiento desde los dictados y mandatos del corazón.

Si hay un personaje que merecemos citar, y que sin él no existiría tal relato, este es Uggie, un terrier que ya ha cumplido diez años. Y esperemos que en la noche de los Oscar sea no sólo un anónimo invitado, sino ese protagonista que, desde su velada participación y pocas veces reconocida, como la de tantos otros, hacen posible que ciertos hechos alcancen esa bienvenida resolución.