El Artista

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El artista es una película amable, gentil, casi querible. El director Michel Hazanavicius hace algo muy atípico por estos días: mira hacia el pasado del cine y se ríe pero sin cinismo, sin maldad. El artista no tiene malicia, realmente parece confiar en el dispositivo cinematográfico que pergeña: una película del 2011 es filmada como si estuviéramos en los inicios del sonoro; esa premisa básica rige toda la propuesta. El problema son las maneras con que se lleva a cabo porque, entre otras cosas, El artista aspira a ser silente (es decir, aspira a ser como el cine anterior al sonoro) pero hace cine mudo (“mudo” podría llamarse el cine silente visto –y escuchado– desde el presente). Hace cine mudo porque no aprovecha los recursos del lenguaje cinematográfico que ya estaban disponibles en 1927 (año en que empieza el relato) sino que apuesta a que el silencio y la banda de sonido extradiegética se perciban lo más que se pueda. No se trata, entonces, de filmar una buena película como en la década del 20, sino de filmar como en esa época sin cuidar la puesta más que en los detalles que vienen a servir a la mímesis del pasado, como encuadres, movimientos, fotografía, actuación, etc. El problema es que también allí la mirada de Hazanavicius es torpe y no alcanza el nivel de calidad que la película busca. Por ejemplo: la copia fidedigna del cine mudo falla cuando, ni bien iniciada El artista, se notan planos atípicos para la época, con mucho movimiento y encuadres elaborados que solamente pueden verse en obras de unos pocos directores exquisitos como Hitchcock, Renoir o Dreyer. Se nota enseguida en la escena dentro del cine, cuando en la pantalla se muestran a unos guardias tirar en una celda a un prisionero; ese momento breve, casi fugaz, ya deja ver la falta de rigor del director a la hora de calcar la gramática del cine de ese tiempo (desde el principio se despliega una concepción de las herramientas del cine que parece deudora, más que del cine mudo, de las películas de la segunda mitad de los 30 –desde los créditos iniciales es evidente ese desfase temporal)

Otra cosa es la manera en que conviven los dos universos en puga: el de las películas y el de la realidad. En El artista se habla del cine y se muestran los entretelones de una filmación o una proyección, por ejemplo, y Hazanavicius falla porque no diferencia los registros de ambos; la gente es tan afectada delante y detrás de las cámaras. Ese continuo actoral plantea un problema, porque si la vida es exactamente igual en las películas que del otro lado de la pantalla, ¿para qué existe el cine? Si los personajes gesticulan y se mueven de la misma manera en un rodaje y en una cena, ¿dónde empieza y termina el cine? Está bien si el director quiere narrar una historia que transcurre en una época donde la gente se comporta como si estuviera dentro de una película silente, pero entonces debió hacer algo distinto cuando se refiere al cine de ese momento, o contar una historia en la que no se diera cuenta del paso del mudo al sonoro.

A pesar de estos problemas, de algo a lo que no se puede acusar a El artista es de cínica o canchera, al menos hasta el final. No es ninguna sorpresa, se ve venir mucho tiempo antes; en la última escena efectivamente hay sonido (que, de todas formas, ya había sido utilizado de manera un poco innecesaria en la escena de sueño). Los personajes jadean, gritan y todos terminan hablando. Esa es la peor decisión de Hazanavicius porque el realizador deja en claro que El artista fue una especie de ejercicio de estilo, de estudio fílmico, y no una película con un mundo en el que se creía realmente. En el instante en que se rompe esa regla básica (los personajes no hablan), la película parece decirnos que puede recurrir al sonido sin dificultades, que es capaz de maniobrar a su antojo un universo que había sido construido con mucho trabajo (y muchas torpezas, también) y despedazarlo sin ningún esfuerzo con unas pocas unas palabras sueltas. Ese gesto autoconsciente es puro cancherismo insulso, la verdadera cara de El artista detrás de las sonrisas amplias y lustrosas que exhiben sus criaturas aparatosas.