El Ártico

Crítica de Miguel Angel Silva - Leedor.com

Hablar de esta ópera prima del director brasileño Joe Penna es hablar de lo imponente. Lo imponente en cuanto al paisaje; lo imponente en cuanto al espíritu humano. En primer lugar, la enorme planicie del ártico es sobrecogedora, una barrera —sin barreras— que desalienta a cualquiera que quiera adentrarse en ese territorio de decenas de grados bajo cero, vientos que hielan hasta la respiración y escasas probabilidades de encontrar alimento. Por el otro, la única manera de cruzar ese infierno helado es a través de una determinación a prueba de todo, y todo se refiere al dolor, al cansancio, a la debilidad, al agotamiento físico y psicológico. Para eso se necesita, como dije al principio, poseer un espíritu imponente, tanto o más grande que el territorio ártico en el que se encuentra; y el ser humano lo tiene, o por lo menos, esta historia lo muestra como una posibilidad cierta.

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La historia es una de las tantas que tiene como eje la supervivencia en un medio hostil. Ya desde el vamos, el prototipo por excelencia es el de Robinson Crusoe de Daniel Dafoe. Este náufrago que pasa 28 años en una isla, cerca de las costas de Sudamérica, ya se encuentra en el imaginario colectivo como el ser solitario y alejado de la civilización que logra sobrevivir a causa de su ingenio. En el film El Ártico (2018), Overgard (Mads Mikkelssen) es el sobreviviente de un accidente aéreo que logra refugiarse dentro de la nave destrozada, que se alimenta de peces que saca de un hoyo en el hielo, que pasa sus días enviando señales de auxilio por medio de una radio y que escarba en el suelo pedregoso —una vez sacado el hielo que la cubre— un enorme SOS que constantemente se borra con las continuas nevadas. Esta parece ser la rutina de este personaje del que no sabemos mucho. Solo su nombre que adivinamos por la etiqueta que tiene en su campera, que perdió a su compañero de vuelo —una de sus rutinas es acudir todos los días a un promontorio hecho con rocas apiladas para sacarle la nieve— que se encuentra presumiblemente enterrado, y que, suponemos por algunos indicios, lleva ya un largo período de tiempo en ese lugar. No hay más, y este es un acierto del director: mostrar lo mínimo indispensable para que las pequeñas señales que van apareciendo en el film sean motivos suficientes para ir reconstruyendo lo sucedido y, también, lo que podría suceder —la visión de una planta con flores en medio de la nieve es una señal —poética si se quiere— de que la decisión que acaba de tomar Overgard, promediando el film, es la incorrecta. ¿Por qué?, porque el mensaje a tener en cuenta es: la vida puede resurgir de la manera más inesperada, aún con todas las variables en contra. Pero claro, esto solo puede entenderse viendo cómo se desarrolla la historia.

Podemos dividir la película en cuatro grandes segmentos. La primera parte es la vida de este sobreviviente en una soledad apabullante, una vida casi resignada a permanecer en esos páramos alejado de todo contacto con la civilización. La segunda es ya con la compañía de una mujer (María Thelma Smáradóttir); una mujer que acompañaba al piloto de un helicóptero que se estrella cuando están a punto de rescatarlo. El piloto muere y su esposa sobrevive pero malherida. La tercera es la decisión de Overgard de emprender el camino, antes visto como una imposibilidad, para salvarla y salvarse. La última —y la más desgarradora a nivel emocional— es la de salvarla a ella a toda costa, sin importarle nada, ni siquiera su propia vida. Un digno exponente de las travesías de la mitología griega. Una manera casi mística de demostrar la cualidad del espíritu humano, en este caso, producto y consecuencia de lo terrible que le resultó a Overgard darse cuenta de que estuvo a punto de abandonar a su compañera de infortunio. No por desconsiderado o por abrazar el cuestionable “sálvese quien pueda”, sino por un error de diagnóstico que lo enfrentó luego a su propio Vía Crucis. “Humano más que Humano”, diría Nietzsche, y el filósofo alemán no estaría más de acuerdo con la grandiosidad desplegada por este nuevo salvador de la Humanidad representado por esta mujer islandesa que apareció para sacarlo de su “zona de confort”, no a través de la oración, sino a través de actos heroicos y casi imposibles de realizar.

Cabe destacar que la película tiene los momentos más sublimes en lo pequeño, en lo ordinario, en lo ínfimo. Y estos detalles, dentro de la majestuosidad del ambiente en que se encuentran, son magnificados por contraste. El descubrimiento de un simple encendedor, comer una sopa caliente, la contemplación —antes apuntada— de unas flores entre el hielo, o escuchar la palabra Hola en su mismo idioma, se vuelven significantes únicos y gloriosos.

El director Penna —músico, youtuber y animador—, tuvo la inteligencia de convocar al actor danés Mikkelssen, un virtuoso de lo gestual. La película no tiene diálogos, carece casi por completo de palabras —muy similar a esa otra gran película interpretada por Robert Redford llamada All Is Lost (2014) de J. C. Chandor que narraba la historia de un náufrago en pleno Océano Índico y que también carecía de palabras— y es entonces que se centra en el rostro y la presencia de Mikkelssen, conocido por haber interpretado a Hannibal Lecter en la serie televisiva Hannibal, al villano en Casino Royale de la serie cinematográfica de James Bond y que obtuvo el Premio al Mejor actor en el Festival de Cannes por Jagten (2012), entre otros tantos premios internacionales. Un actor que interpreta con sus miradas, con sus lágrimas, con su dolor, el gran despliegue que necesita el Overgard de la ficción para que se apodere de nuestras emociones y nos haga quebrar cuando él se quiebra.

El Ártico es una película majestuosa, pero no solo por el paisaje y la increíble fotografía de Tómas Orn Tómasson que nos envuelve con un manto blanco y frío durante sus 97 minutos de duración, sino por hacernos dar cuenta de la increíble versatilidad que posee el ser humano. Así como es capaz de provocar los crímenes más atroces de la historia, también es capaz de redimirse con actos tan absolutos y piadosos como el que lleva a cabo Overgard, un símil héroe griego que libra una verdadera odisea en busca de su propia salvación espiritual.