El Ártico

Crítica de Maia Debowicz - La Agenda

La infinita quietud

Con blanco hiriente de fondo, Mads Mikkelsen soporta adversidades en El Ártico, una película de supervivencia inteligente y emotiva en su punto justo.

Un paisaje nevado, blanco infinito. La profundidad del paisaje se ordena en el plano a partir de los relieves de las montañas bajas que reflejan con timidez un segundo color, el gris topo de las rocas que se ocultan bajo el agua solidificada. En medio de esa escala de grises asoma apenas un pigmento rojo. Es la campera que cubre el cuerpo del protagonista, interpretado por Mads Mikkelsen, quien se presenta ante el espectador con el rostro tapado por una bufanda y un gorro de lana, removiendo la nieve del suelo que pisa con una pica, quitando el hielo hasta hacer aparecer la roca. Del plano general al plano detalle, y del plano medio a un plano cenital que devela el misterio en solo tres minutos de película: tres letras, S.O.S., talladas sobre nieve nos informan que el personaje necesita ser rescatado.

No sabemos su nombre, ni la textura de su voz. La ópera prima del director brasileño Joe Penna presenta al personaje a través de sus acciones. Su manera de pescar nos cuenta mucho más de él y de su incómoda estadía en el Ártico que el relato explicativo de una voz en off. Una de las sogas que componen la trampa fue destruida por un pez. El personaje mira de cerca la soga rota y no se enfada, tampoco muestra desesperación. Una secuencia que denota en silencio que no es la primera vez que fracasa en su método para conseguir alimento. Es muy posible que lleve tiempo varado en esa postal demasiado tranquila. A los pocos segundos, por fin pesca un pez. Lo saca del agua helada tirando de la soga y se arranca los guantes amarronados de sus manos para quitarle el anzuelo de la boca. La cámara se acerca al rostro del personaje, esta vez descubierto, concentrado en observar a su presa. Lo mira a los ojos, con hambre pero también con amor. Como si no quisiera comérselo atravesado por el deseo de estar acompañado, de estar cerca de otro ser vivo. Es una escena triste y feliz, que desnuda con un intercambio de miradas la soledad que aflige a ese hombre perdido.

El Ártico es una película de supervivencia en presente, no hay peso de pasado y tampoco de futuro. Sabemos que el protagonista, del que luego conoceremos su apellido, Overgård, pero nunca su nombre de pila que comienza con la letra “H”, tuvo un accidente porque su avión Antonov An-2 enterrado en la nieve es donde se refugia y duerme. La inteligente decisión de Joe Penna y Ryan Morrison, el co-guionista, de mantener fuera de plano la biografía del protagonista, revelar qué hacía sobrevolando por encima de esa postal blanca, qué clase de vida tenía antes de amanecer en ese paisaje y si alguien lo espera, convierte a la película en un relato de gestos. Códigos visuales a los que debemos prestar atención para captar al personaje, intentando hacerle esa compañía que tanto necesita para mantener la cordura.

A diferencia de El líder, aquella película dirigida por Joe Carnahan en 2011 que enfrentaba a Liam Neeson con una furiosa manada de lobos, en El Ártico no vemos cómo se cayó el avión. El líder es un relato ruidoso y hablado que juega con la tensión. El Ártico elige la calma y el silencio por encima del sobresalto. La única amenaza que inquieta a Overgård son las pisadas de los osos, a los que mira de lejos con miedo, pero también con el alivio de confirmar que hay alguien que logró sobrevivir en ese territorio invadido de vacío. El ritmo narrativo está sujeto a una rutina marcada por la alarma de un reloj que le advierte al personaje el límite de tiempo que puede estar fuera de su escondite con alas de metal. Ese sonido, que funciona como cronómetro, nos marca el paso del tiempo, igual que la información que delata el rostro de Overgård: la piel a cada minuto más colorada, lastimada por el reflejo del sol en la nieve.

En ese sentido, El Ártico es una especie de El día de la marmota: el protagonista está atrapado en una cotidianidad repetitiva de la que no sabe cómo escapar. Sin bromas para sobrellevar la tragedia ni personas cerca con las que dialogar, Overgård no construye un amigo con forma de pelota, como lo hacía Tom Hanks en Náufrago. Tampoco fabrica herramientas imposibles para resolver urgencias al estilo MacGyver. Joe Penna exhibe a un protagonista inteligente pero ante todo a una persona común que podría ser cualquiera de nosotros. El Ártico tiene puntos en común con la maravillosa película Todo está perdido (2013, J.C. Chandor), uniendo a aquel Robert Redford, que intentaba sobrevivir en solitario por ochos días en un barco dañado a 3150 kilómetros de los estrechos de Sumatra, con el personaje de Mads Mikkelsen que en vez de dormir en un velero sueña adentro de un avión. Temiéndole a osos polares y no a tiburones.

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Tintín en el Tíbet, un precursor de 1960.
La distancia entre ambos es que el personaje interpretado por Robert Redford, de quien nunca sabemos su nombre, atraviesa los obstáculos totalmente solo. Overgård anhela ser rescatado, pero solo consigue rescatar a otro. Una chica moribunda que sobrevive a la caída de un helicóptero, donde los demás tripulantes no tienen la misma suerte. Él le cura la herida, le comparte su refugio, su cantimplora, su comida y ese optimismo que lo mantiene vivo. Ella no lo entiende porque agoniza, y también porque habla otro idioma, aunque no pronuncie palabra alguna. Sin embargo, y a pesar de que ahora el personaje debe cargar con otro cuerpo, Overgård se conecta con su humanidad a partir de que esa mujer, que está más dormida que despierta, más cerca de la muerte que de la vida, lo acompaña con los ojos cerrados. Y lo obliga a volver a hablar, a pesar de que su huésped no comprenda lo que diga. Poco importa, porque las escasas frases que le transmite Overgård en realidad se las dice a él mismo.

Cuando pronuncia en voz alta “No pasa nada. No estás sola”, está dándose serenidad y fortaleza para poder continuar con ese hábito tan sacrificado. El hecho de salvarla cambia radicalmente la rutina del personaje y el motor del relato. A partir de un mapa que encuentra en el helicóptero que se estrella contra la nieve, Overgård abandona su refugio en forma de avión para hallar el camino que los acerque a la salida de la trampa, arrastrando el cuerpo de su protegida con una soga atada a un trineo. Si logran ser rescatados o no pronto deja de ser el punto de mayor interés; el núcleo de la película se basa en todas las maniobras que lleva a cabo el protagonista para no morir. Una decisión que supera y trasciende a cada peligro que persigue su sombra.

Si El Ártico se convierte en una película tan sólida y emotiva, inabarcable como el horizonte nevado que envuelve al protagonista, es porque el director Joe Penna entiende que cuando hay una situación dramática no es necesario magnificar el drama. Tener un accidente de avión y quedar preso de la naturaleza salvaje de Islandia ya es lo suficientemente trágico para pensar en agudizar el tono dramático, o buscar la lágrima del espectador a través de una música que presione la catarsis. La actuación seca y contenida de Mads Mikkelsen refuerza esta idea, consiguiendo que nos conmovamos con cada mínimo movimiento, siendo conscientes de que cada acto puede desatar el desastre o el milagro tan esperado.

Durante los años ‘50, Hergé, el creador belga de Tintín, tenía una pesadilla recurrente: soñaba una imagen blanca. Con el deseo de culminar con ese sufrimiento nocturno buscó a Carl Jung para curarse con psicoterapia. Por cargar demasiados años sobre su mente y cuerpo, fue un discípulo quien finalmente lo atendió y le explicó que sus sueños blancos representaban la angustia y la soledad. Con esa revelación, Hergé emprendió una de las historietas más bellas de su carrera: Tintín en el Tibet, publicada como libro en 1960. Allí, el joven de jopo pelirrojo experimentaba aventuras junto a su perro Milú rodeado de nieve, corriendo por viñetas compuestas por aviones estrellados contra el hielo, al igual que el Antonov An-2 de Overgård. El Ártico, como Tintín en el Tibet, simboliza, en esa sobredosis de blanco que enceguece los ojos, de tanta belleza quieta, el significado de la angustia y la soledad. Comprendiendo que el dolor más profundo, el miedo más asfixiante, se manifiesta por dentro y en silencio.