El arte de la guerra

Crítica de Diego Lerer - Otros Cines

A The Grandmaster con cariño

La “culpa” es de un kiosquero argentino. En la carpeta de prensa de El arte de la guerra entregada durante la última Berlinale lo primero que dice Wong Kar-wai es que la idea de hacer una película sobre Ip Man, el legendario maestro de artes marciales de Bruce Lee, se le ocurrió cuando en algún lugar de nuestro país, mientras filmaba Happy Together (Felices juntos) en 1996, vio una revista en un puesto de diarios con Bruce Lee en la tapa y se sorprendió con el hecho de que todavía siguiera siendo un ícono global. En aquel momento pensó en hacer una film sobre Lee, pero luego, en medio de la investigación, se interesó aún más por la figura de Ip Man, uno de los más importantes exponentes de las artes marciales chinas cuya historia recorre varias décadas de la historia política de ese país.

Casi 17 años después de aquella revelación en la Argentina, el director de Con ánimo de amar terminó el largo proceso (le tomó alrededor de cuatro años terminar la producción). Con un estilo que ya podríamos definir como propio -y por muchos imitado-, Wong pone en escena la historia de este hombre a la manera de retazos que conectan entre sí la historia personal, la historia política y, claro, las esperadas y brillantes escenas de artes marciales.

La película arranca con los comienzos de Ip, cuando empieza a hacerse notar en el muy codificado mundo de las artes marciales, sus clanes y sus maestros, para ir creciendo en importancia y sufriendo las consecuencias de los cambios políticos chinos, en el contexto de una muy difusa competencia para ver quién es el "gran maestro" de la especialidad.

Pero nada más lejos de Wong que hacer una épica convencional y, digamos, "deportiva": su film es una suerte de ballet, de ópera, donde los personajes giran y danzan entre sí tanto en las escenas "dialogadas" (que no son muchas, una gran cantidad son en cámara lenta y con la clásica voz en off y varios "separadores" que le dan algún sentido narrativo a todo) como en las de acción, que tampoco están organizadas en forma de generar suspenso, sino más bien como demostraciones de diversas técnicas míticas de kung fu.

En ese sentido, el procedimiento tiene algo de pictórico: la acción, el drama, los diálogos, los momentos del film se cierran sobre sí mismos como una versión muy lujosa de una serie de publicidades. Hay algo autosuficiente acerca de las escenas que las hacen, a la vez, poco útiles como organizadoras de un relato y más bien disfrutables en sí mismas. Algo similar sucedía en 2046, pero no en Con ánimo de amar (y en films suyos previos), en los que la reiteración de "motivos visuales" tenían peso dramático.

Wong perdió algo en sus últimos años por su excesivo perfeccionismo, por el hecho de trabajar sus escenas hasta el cansancio. Al escudriñar tanto los elementos por separado termina por desconectar a unos de los otros generando un efecto, a la vez, fascinante y reiterativo. El film se vuelve por momentos opresivo en el circular por rostros en interiores tenuemente iluminados, estrategia que hace recordar a Las flores de Shanghai. Pero allí donde Hou Hsiao-hsien trabajaba sobre planos largos, a Wong no hay plano que le dure dos segundos, excediéndose en el uso del ralenti y de efectos visuales de todo tipo.

Estos "efectos", si se quiere, tienen su gracia en las escenas de acción, ya que no están montadas ni contadas para generar tensión sino por su capacidad kinética, por su belleza intrínseca. Salvo un par de escenas en las que Ip y otro hombre compiten contra la bella Gong Er (Ziyi Zhang), la heredera de un maestro de artes marciales que conoce muy bien figuras específicas del estilo "wing chun", el que practican de distinta manera todos ellos, el poder de las escenas no está tanto en su organización narrativa sino en su poder coreográfico. Y funcionan muy bien así.

La relación entre Ip y Gong hará crecer la película dramáticamente hacia el final, y allí uno sentirá que todos los elementos se unen de una manera narrativa y a la vez, digamos, operística, ganando así la película en términos emocionales y ya no como puro espectáculo. Uno de los puntos más interesantes de El arte de la guerra tiene que ver con la idea de hacer un film sobre artes marciales (sobre los artistas marciales) y no de artes marciales, por lo que durante buena parte de la película se habla -casi como en aquel film de Jim Jarmusch Ghost Dog: El camino del samurai o, digamos, en Karate Kid- del significado y los valores que se ponen en juego en el mundo de los maestros del kung fu, con ese tipo de frases que pueden sonar filosóficas o más bien berretas, dependiendo del oído del espectador y de su interés por el deporte de lanzamiento de haikus.

Si uno se queda con la sensación de que la película le recuerda a las escenas de sueños de opio de Erase una vez en América, de Sergio Leone, no es casual. No sólo la puesta en escena tiene en muchos momentos esa cualidad hipnótica, sino que parte de la clásica música de ese film compuesta por Ennio Morricone se usa aquí, casi a la manera de las relecturas que suele hacer Quentin Tarantino... muchas veces con el propio Morricone.

Tengo la impresión de que la película no será unánimemente celebrada, pero tampoco imagino que se la desprecie como se hizo con la mediocre My Blueberry Nights (El sabor de la noche). Es un retorno, en cierto sentido, al estilo ya clásico y patentado de Wong Kar-wai. Algo, siento, se perdió en el camino. Esto que queda, al menos por ahora, sigue siendo capaz de fascinar y fastidiar, muchas veces al mismo tiempo.

(Esta crítica se publicó durante la cobertura del Festival de Berlín 2013)