El arte de la guerra

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Los grandes maestros

La nueva película de Wong Kar Wai no establece una ruptura con su obra anterior. El cineasta permanece fiel a su estilo; su singular búsqueda plástica y narrativa está puesta al servicio de un relato más amplio. El arte de la guerra es un drama épico y romántico que abraza en el mismo movimiento la gran historia de China, desde el final del imperio hasta el preludio de los años Mao, y la relación entre un hombre y una mujer. El hombre es Ip Man, maestro de wing chun y representante de las escuelas del Norte. La mujer es Gong Er, heredera de una escuela del Sur y única experta en la técnica mortal de las sesenta y cuatro manos. Ip Man y Gong Er están enamorados pero no pueden confesarlo porque pertenecen a dos clanes rivales que se baten por la supremacía del kung-fu. Wong le imprime su marca autoral a la saga clásica con las elipsis en el relato, las notales proezas formales y la tristeza latente del héroe que sabe que su gran historia de amor le pasa por un costado.

Los deslumbrantes combates bajo la lluvia, en la nieve o en un prostíbulo exuberante, son el escenario ideal para que el cineasta despliegue sus coreografías estilizadas mediante el uso (por momentos excesivo) de la cámara lenta o de aceleraciones que abarcan desde los dedos de las manos hasta la punta de los pies. La maestría formal se evidencia en el detalle de las texturas, la precisión de los contrastes, el brillo de las luces, la profundidad de las sombras y la división y distribución de los cuerpos en el plano. Wong construye espléndidos envoltorios para ceñir a los protagonistas en su universo personal. Zhang Ziyi luce como un icono del Hollywood de los años cuarenta mientras que Tony Leung envejece con una gracia absoluta.

Hacia el final de la película, después de la guerra, cuando las grandes escuelas de kung-fu son barridas por el nuevo mundo y nuestros héroes desamparados ya no tienen nada que perder, Gong Er termina por confiar sus sentimientos a Ip Man. Demasiado tarde, como suele ocurrir en las películas de Wong. Un romance no vivido, una confesión a destiempo que deja un gusto a cenizas, como el color de la película: un sorprendente cromatismo nocturno cercano al blanco y negro. El hipnótico y fascinante tramo final devuelve al autor a la cumbre de su cine. Una profunda melancolía se instala progresivamente y revela el mundo imposible del cineasta, con la sublime belleza de sus protagonistas y sus imágenes. La película es también un elogio del ejercicio y la transmisión del arte de los grandes maestros, más allá de las contingencias, la gloria, el éxito o el signo de los tiempos: un orgulloso autorretrato de su creador.