El árbol de peras silvestre

Crítica de Victoria Leven - CineramaPlus+

Después de extasiarnos con la paradoja narrativa presentada en Sueños de invierno por el filosófico cineasta Nuri Bilge Ceylan, ahora se abre un nuevo terreno de reflexión moral dentro de su filme El árbol de las peras salvajes. Si la palabra dicha es el territorio que Ceylan explora con meticulosidad, sin descartar su intensa mirada fotográfica paisajista, esta película parece querer proponernos un juego de búsqueda de certezas, un camino que se abre en las manos de su protagonista como una pregunta (o varias a la vez) y estos interrogantes de maneras diferentes y en relación a distintos personajes y en distintos tiempos, reiteran, mutan y complejizan su carácter de pregunta hasta la secuencia final.

Sinan es un joven aspirante a escritor o escritor novel – podríamos decir- que regresa a su pueblo con su “hijo” bajo el brazo: “El árbol de las peras silvestres” su primera obra que busca llegar a la luz. De retorno en su hogar se encuentra con las desavenencias de su familia, los problemas económicos de su padre, un jugador compulsivo lleno de deudas que a la vez es un respetado docente de la escuela local, esas contradicciones que Ceylan disfruta proponer, y una dinámica familiar que ve con rechazo. Cargando ese malestar y la aparente no identificación que siente con su padre se obsesiona con encontrar un editor para su libro recién parido, y ese derrotero, es la excusa para que Sinan dispare sus preguntas a todos, tanto aquellas sobre la escritura como proceso de solución existencial y sus implicaduras morales, como las que buscan definir el amor, la identidad y la pertenencia.

Detrás de sus distribas y sus dudas palpita la problemática ideología del filósofo rumano Emil Cioran, y hasta un libro de este autor aparece como un detalle en una escena además de dar cuenta de él en la enunciación de los diálogos y ante todo en su presencia subtextual. Ese pesimismo incluso a veces irritante de Sinan soslaya el alma de Cioran y su mirada anti dogmática de cuestionamiento permanente, cínica y controversial. Pero Sinan no es Cioran, en su oposicionismo constante y su no empatía con el mundo puede generar muchas veces un rechazo y un fastidio que lleva al agobio. Lo que subyace en su proceso de interrogaciones y opuestos es la búsqueda de una gran certeza, una única y definitoria, que opaca otros procedimientos del pensamiento ya vistos en Sueños de invierno. Toda esta marea de indagaciones críticas detrás de una certeza celestial nos recuerdan que “la única certeza que tenemos es la muerte” y esa idea flota en el filme hasta por lugares impensados.

Si en Sueños de invierno el lazo vincular central estaba en gran parte dado entre la figura del varón y la mujer (como hermanos o pareja), en este filme la atadura vincular está dada entre padre e hijo. Nótese la escena final entre ambos, pasado el tiempo, en el que se parecen más de lo que ellos sospechan, en especial en contra de todos los imaginarios deseos de Sinan. Y en esa escena de belleza singular reside la respuesta que el joven estaba buscando, está allí, en el fondo del pozo. Cuando su padre le recuerda que “El árbol de las peras silvestres” es como ellos dos: inadaptados, salvajes y solitarios todos los opuestos se diluyen y la figura simbólica del peral define ese vínculo. Pero la respuesta no es esa, está aún un paso más allá…

El relato en su estructura avanza como si fuera una narración episódica poniendo en escena cada fragmento del viaje que Sinan crea para encontrar a su editor. El encuentro con el amor es el primero, que contiene una escena con tintes poéticos en su construcción visual y temporal muy sensoriales, generando esa idea de un tiempo extendido y detenido que solo nos entregan las emociones más íntimas. A ello le sigue un escritor famoso, un director de escuela, un empresario de la construcción, sus ex amigos de la infancia y en especial su complejo cuadro familiar que forman parte de las viñetas de este paisaje cinematográfico.

Por Victoria Leven
@LevenVictoria