El árbol de la muralla

Crítica de Javier Rossanigo - Espacio Cine

La gramática de la memoria

La mayor es un relato de Juan José Saer donde se cifra una problemática que motiva gran parte de su obra. Allí su personaje, Tomatis, se debate entre la imposibilidad y la necesidad de hallar las palabras que puedan, en alguna medida, dar cuenta de su experiencia. Esa misma tensión acompaña buena parte de la vida de Jack Fuchs y se convierte en el eje que articula El árbol de la muralla, la película con la que Tomás Lipgot se propuso retratar a este judío de origen polaco que terminó su destino errante en Argentina, luego de haber sobrevivido en su adolescencia al Holocausto, donde perdió al resto de su familia.
Cuarenta. Es el número de años que según el propio Fuchs transcurrieron para que se decidiese a compartir abiertamente su lejana –en el tiempo, no así en su memoria– experiencia. Años más, años menos, ese período de latencia que comparten, en su mayoría, quienes fueron víctimas de las más sinuosas modalidades que sabe adoptar el terrorismo de estado, parece ser también una tregua para consigo mismo. Un intervalo en el que, en el mejor de los casos, la persona se dedica muy secretamente a filosofar, según palabras del propio Fuchs, esto es: a dar con la elusiva gramática de la Memoria, edificada pacientemente a base de expresiones que llegan a su tiempo -con el esfuerzo de un parto- para emparchar aquellos agujeros por donde amenazan con escurrirse los recuerdos. Construida también con la ayuda de deliberadas e inconscientes elipsis, saludables en igual grado tanto para quien comparte su experiencia como para el interlocutor que se presta a oírlo.
Porque, se sabe, otro de los requisitos para la emergencia de esta necesidad de poner en palabras la propia experiencia tiene que ver con que exista un interlocutor, no tanto dispuesto, sino más bien preparado para escuchar. Y esto no se logra sólo con el trabajo paciente de los años; antes tiene que ver con la calidad del compromiso que asuma la sociedad para enfrentarse a su pasado y resarcir, en la (in)justa medida en que esté dispuesta a hacerlo, los daños ocasionados a las víctimas del terrorismo de estado. Lo aprenden día a día los europeos, al igual que lo hacemos nosotros desde este lado del Atlántico. La sincera amistad que estrecha a Jack Fuchs con Elsa Oesterheld es una prueba de ello. Una relación solventada en dos grandes identificaciones: un pasado de pérdida y dolor, junto a la entereza y vitalidad con que se paran ante la vida, y un común rechazo: el odio, no sólo el que podrían sentir hacia sus victimarios sino también hacia la vida que les tocó en suerte y que asumen como una condena. “Estuvimos condenados a vivir y los otros estuvieron condenados a morir” dice Fuchs, y tras su voz se cuela como un eco el asentimiento de Elsa.
El odio no colabora en el hallazgo de las palabras capaces de sostener un relato, entendido éste como un discurso cohesionador de las experiencias que permitan una estadía, armoniosamente conflictiva, en la propia vida y la de ésta en la Historia. Como mucho, puede componer una enumeración caótica de insultos y otras invectivas, con la sintaxis anémica de una lista de supermercado. Sortear el odio (un ejercicio tan necesario como tan poco practicado históricamente por algunos sectores en la Argentina) significa, entonces, en esta trabajosa tarea con las palabras, recuperar la función cognitiva del lenguaje, recomponer su relación directa con el pensamiento.
Jack Fuchs se convirtió con los años en un fervoroso militante por la Memoria: escribe en periódicos, ha publicado dos libros, dicta con frecuencia charlas en universidades y escuelas, y hasta recibe en su casa, con hospitalidad helénica, a quien esté dispuesto a dialogar con él. Hasta allí se llegó Tomás Lipgot con la cámara para plasmar su propio retrato de Fuchs. Por suerte Lipgot tiene el oficio suficiente como para no convertir a su retratado en un busto parlante. A ello también colabora en gran medida el propio Fuchs, quien con sus casi noventa años hace gala de una vitalidad capaz de opacar la de cualquier joven.
Combinando entrevistas, videos hogareños, participaciones en programas televisivos e incluso animaciones -que brindan un soporte en imágenes a los pasajes más traumáticos del relato-, y siguiendo al personaje en su cotidianidad, se va componiendo al tiempo que la figura del retratado otra tanto más compleja: la del mapa de la fortaleza humana para sobreponerse a sus propias miserias.
La película tiene al menos dos valores. El más evidente, servir al testimonio del sobreviviente de los campos de concentración como cadena de transmisión entre generaciones; el otro reside en lo específicamente cinematográfico de su gesto. Sólo la imagen cinematográfica es capaz, con su densidad y con sus tiempos, de recuperar para el futuro el testimonio de Jack Fuchs tal como merece ser conservado. La palabra acompañada por los gestos, las sonrisas, los quiebres de voz, esto es: la palabra viva en su contexto de oralidad. De otro modo, por ejemplo, la cicatriz que da cuenta del desarraigo de Fuchs se perdería inevitablemente si la cámara de Lipgot no hubiera capturado la disputa que se libra en su habla entre las tres lenguas que dibujan su itinerario por el mundo: el polaco, el inglés y un español que suele traicionarlo por momentos mezquinándole alguna palabra.
Suele decirse que las ficciones del nuevo cine argentino si no reniegan, al menos son hábiles para eludir lo político y un tanto haraganas para pensar sus historias dentro de la Historia. Se agrega también que en ese terreno, el de lo político asumido como tal, abonan mejor los documentales. En la serie de Los rubios, pasando por Cándido López, los campos de batalla, hasta la más reciente Tierra de los padres de Prividera -entre otras excepciones-, El árbol en la muralla viene, a su modo, a sumar un argumento más en el sentido de reforzar esa hipótesis.