El aprendiz

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

La vuelta de los espías buenos

Las películas de espías han vuelto para quedarse. Y acá se juntan historias nuevas con las versiones remozadas de franquicias históricas, como las de James Bond, “Misión Imposible” o el Jack Ryan de Tom Clancy. El punto en común es la nueva geopolítica en la que se mueven nuevos y viejos agentes.

Después de la caída del bloque soviético no se sabía bien qué iban a hacer estos viejos aventureros, reemplazados por atildados analistas y algunos operativos más bien agresivos (la televisión nos regaló varios ejemplos, del violentísimo Jack Bauer de “24” a la deliciosamente desquiciada Carrie Mathison de “Homeland”; el cine, la Maya de “La hora más oscura”), cuyo objetivo era vigilar las raras costumbres de un montón de señores con turbante que recorren inhóspitas tierras en el Oriente Medio.

Pero la historia no se acabó, mal que le pese al profesor Fukuyama, y la Madre Rusia vuelve a ser una potencia mundial e hipótesis de conflicto: los duros políticos y caciques empresarios nacidos de las élites soviéticas tienen dos cosas a su favor: hidrocarburos y buenas charlas con China, Irán, Venezuela y otros cucos que asustan a la élite de la inteligencia occidental-capitalista. Y para colmo, tienen un jugoso pasado en la KGB, la GRU o el Ejército Rojo.

Secreto mortal

Ése es el punto de partida del regreso de los que se embarran las patas: así pasó en “Código Sombra: Jack Ryan”, devenido en soldado/analista económico (¿las dos puntas de una geopolítica imperial?) y así se encara “El aprendiz”, título en castellano que se centra en la relación tutelar/discipular entre dos de sus protagonistas (el original, “The november man”, hace referencia al personaje central, capaz de arrasar como el crudo invierno boreal).

La figura clave es Peter Devereaux, un ex agente de la CIA, retirado poco después de una operación que salió mal (aunque sin culpa suya, y con una larga foja de servicios), que vive tranquilo en Suiza hasta que un ex colega (hoy jerarca) lo convoca para una "extracción": hay que sacar a una operativa infiltrada en el entorno del seguro futuro presidente ruso, Arkady Federov, un ex general con actuación en el conflicto de Chechenia.

De golpe, nos encontramos con que hay otro equipo de extracción, que es integrado por David Mason, el discípulo que desobedeció órdenes cinco años atrás. El choque entre ambas fuerzas resulta en la muerte de la mujer (que tiene algunos secretos) y unos agentes del otro equipo... que es la CIA oficial. Así, Devereaux por la libre y la agencia de Langley correrán una carrera por llegar a una refugiada en Belgrado, alguien que parece tener secretos oscuros sobre Federov. Pero ¿a quién benefician?

Si la citada “Código Sombra: Jack Ryan” planteaba una hipótesis de conflicto a gran escala contra la integridad estadounidense, acá parecen jugarse planes estratégicos a plazos más largos, como el lugar de Rusia en el contexto de las naciones, ya que la contradicción fundamental (diría el siempre pícaro Mao Tse-Tung) sería (ya se explicó más arriba) el de los señores de cabeza entelada y luengas barbas. Y la incorrección política (¿o la corrección? Ya no sabemos) es mayor: nuestros héroes están más preocupados por lo correcto (o por lo que sienten) que llegan a confrontar la dura realpolitik del aparato de inteligencia del “gendarme imperial” (si nos remitimos a las tesis de “Imperio”, de Toni Negri y Michael Hardt).

Género vivo

En cuanto al hecho cinematográfico, el relato recayó en manos del australiano Roger Donaldson, un nombre poco registrado pero que estuvo detrás de cintas más o menos identificables, como la histórica “Cocktail” (con Tom Cruise haciendo tragos), “Especies” (la de la bonita alienígena Natasha Henstrige), “Dante’s Peak” (una crisis volcánica donde ya estaba Pierce Brosnan) y “El discípulo” (donde Al Pacino y Colin Farrell ya exponían una relación de maestro y alumno en la CIA).

Entrenado para todos los géneros, Donaldson cumple en darle potencia al guión firmado por Michael Finch y Karl Gajdusek (sobre la novela “There Are no Spies” de Bill Granger), que exige tensión permanente, sorpresas con un poco de sospecha, y algún giro inesperado. Algunas cosas se resuelven con un poco de facilidad, pero es parte de la suspensión de incredulidad que demanda el género.

Rostros de época

En cuanto al elenco, la elección parece acertada: Pierce Brosnan como Devereaux es una elección ideal, el penúltimo James Bond como señor mayor, trasto viejo de la inteligencia. Luke Bracey como Mason puede parecer medio pelotazo, pero algo de eso tiene su personaje, impulsivo y medio perdido por momentos. La bella Olga Kurylenko como Alice Fournier y lo que ella encierra luce bastante creíble en su costado dramático, pero “garpa mucho” tanto en su aspecto inocente como cuando se viste de femme fatale (con “un toque” de Milla Jovovich).

Bill Smitrovich como John Hanley y Will Patton como Perry Weinstein (ex compañeros de Peter y jerarcas de la agencia en estos tiempos difusos) no tienen que esforzarse para construir a los algo repulsivos burócratas de la vida y la muerte que encarnan. Caterina Scorsone tiene poquito margen para darle vida a Celia (la analista buenaza, que hará lo correcto a la larga), mientras que a Amila Terzimehic le alcanzarán cuatro frases, alguna elongación de piernas y su dura estampa para ser Alexa, la letal asesina de Federov. El mismo Federov que Lazar Ristovski monta sin tantos matices de villano; su contracara es Semyon Denisov, militar devenido en cafiso, con el más perfecto look y dicción, a cargo de Dragan Marinkovic.

Con Devereaux, vuelven a la carga aquellos espías nobles, y parecen dejar algunos aprendices que continuarán su legado. Quizás de ellos aprendan los Edward Snowden del futuro.