El apóstata

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

La oveja negra del rebaño.

Lejos de seguir el calvario burocrático que la apostasía implica, el director se nutre de ese acto de rebeldía para plantear un film abierto y poético, pleno de digresiones, pero que sin embargo parecen conducir todas a su tema central: el libre albedrío.

Cosa curiosa: tenía que aparecer un director uruguayo para hacer no sólo la mejor película española de los últimos años, sino también la más quintaesencialmente española, anclada en su cultura y en sus tradiciones más profundas. Federico Veiroj, el realizador de Acné y La vida útil, con la complicidad de su amigo madrileño Álvaro Ogalla, convertido primero en guionista de su propia ordalía y luego también en protagonista, consiguieron de El apóstata una película única en su especie, tan original como accesible, tan amena como misteriosa.

Gonzalo Tamayo (Ogalla, cuyo rostro parece escapado de un retrato de El Greco) tiene unos treinta y pico y se diría que no tiene apuro en la vida, salvo para una cosa: apostatar, renegar no sólo de la fe católica que le fue impuesta desde la cuna sino también borrar su nombre de todos los registros de la Iglesia Católica, empezando por su certificado de bautismo. Claro que eso en España no es un trámite fácil, como lo experimentó el propio Ogalla cuando se lo propuso (ver entrevista aparte). Lo notable del film de Veiroj es que, lejos de seguir el mero calvario burocrático que la apostasía implica, se nutre de ese acto de rebeldía para plantear un film abierto y poético, pleno de digresiones, pero que sin embargo parecen conducir todas a su tema central: el libre albedrío.

Primero, el ingenuo de Gonzalo no tiene inconveniente en ir explicando racionalmente su decisión a los prelados que se le van interponiendo en el camino: que obviamente no tuvo la posibilidad de elegir; que la educación religiosa recibida fue contraproducente; que de espiritual no tuvo nada y por el contrario se crió bajo el temor y la superchería; que la iglesia predica la pobreza y sin embargo vive en la abundancia. Pero sus interlocutores, por comprensivos que parezcan, no están dispuestos a dejar escapar a una oveja del rebaño: “En caso de duda, no hacer mudanza”, le sugiere uno de ellos citando a San Ignacio.

El hecho de que la película esté narrada no sólo desde el punto de vista de Gonzalo sino a través de una serie de cartas que él va redactando a un amigo, aporta una subjetividad al film que le permite incorporar distintas situaciones y elementos, algunos decididamente oníricos, que parecen provenir tanto del universo de Buñuel en general como de La prima Angélica (1974), el recordado film de Carlos Saura, en particular.

“Hacia Roma caminan / dos pelegrinos, / a que los case el Papa, / porque son primos”, cantan difusamente desde la banda de sonido Federico García Lorca y La Argentinita en el comienzo mismo del film, planteando el que será un leitmotiv de El apóstata: el deseo que Gonzalo siente por su bella prima Pilar (Marta Larralde), que viene desde la infancia y que, como entonces, sigue siendo correspondido. Pasado y presente se cruzan entonces en el imaginario de Gonzalo, que en un viaje a una celebración familiar, en una casona campestre rodeada de olivos, no deja de disfrutar con su prima de ese raro, secreto momento de serena felicidad que significa la siesta de los mayores, como cuando eran niños.

El deseo sexual –uno de los principales enemigos de la religión católica– es, de hecho, uno de los temas centrales del film y, aunque nunca explícito, reaparece una y otra vez, ya sea en esa pesadilla que encuentra a Gonzalo en un extraño campo nudista, como en los avances de una mujer desconocida en un ómnibus, o en el “cosquilleo” que surge entre él y una atractiva vecina, tal como lo define el pequeño hijo de ella. De esa idea inculcada de culpa, de pecado es de la que Gonzalo también parece querer escapar con su apostasía.

Aunque de una sobriedad clásica en su puesta en imágenes, el estilo de Veiroj no deja de ser disruptivo, particularmente cuando consigue darle una dimensión mayor, diferente, a algunas escenas con la sorpresiva irrupción de una banda sonido tan sinfónica como anacrónica. El director ya había probado ese recurso en La vida útil y aquí lo profundiza, utilizando fragmentos de compositores muy cinematográficos, como el alemán Hans Eisler, que probó suerte en Hollywood, o Serguéi Prokófiev, de su suite para el Alejandro Nevski (1938) de Eisenstein. Pero es en el final –con una corrida por las calles madrileñas de una filiación muy nouvelle vague– donde la pista de sonido vuelve a ser, como al comienzo con Lorca, profundamente española, ahora con el cantaor flamenco Enrique Morente desgranando unos versos que también hacen a la búsqueda incierta del personaje y del film: “Si yo encontrara la estrella que me guiara, / Yo la metería muy dentro de mi pecho y la venerara, / Si encontrara la estrella que en el camino me alumbrara...”