El Apocalipsis

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El Apocalipsis es una película de catástrofe (o al revés, uno se siente tentado de invertir los términos) que solo pudo haber gestado una industria titánica y con un siglo de historia en sus espaldas como Hollywood, donde un proyecto paupérrimo con actuaciones espantosas, mala dirección y peor guion puede ser en parte salvado por el oficio de iluminadores y camarógrafos entrenados en el arte de hacer lucir decentemente cualquier cosa. El Apocalipsis se puede ver en una pantalla, incluso en una grande, y eso ya representa toda una proeza de los rubros técnicos. El desastre se adivina rápido en una escena inicial, cuando un intercambio entre personajes reviste la forma de algo así como un debate for dummies acerca de Dios y sus poderes; de ahí en más, los diálogos y el trabajo de los actores no hará más que confirmar una y otra vez esa primera impresión. En El Apocalipsis todo está mal, todo es chato, sobreactuado, torpe. La protagonista, por ejemplo, se muestra tonta, afectada y parece de plástico con su cara que de tan brillosa recuerda más a una estatua de cera que a un rostro humano. El periodista canchero y ganador que se le acerca en el aeropuerto es un rejunte de clichés, y difícilmente ese personaje podría interesarse por una chica así de pava; el atisbo de romance entre los dos resulta imposible de creer.El padre de ella es Nicolas Cage, y cuando aparece en escena uno espera que la película gane algo de dinamismo, que el tipo rompa un poco esa pacatería visual y corta de ideas con su ya conocido gusto por las actuaciones excesivas y fuera de registro que viene cultivando desde hace varios años, muchas veces en películas berretas y de segunda línea como la propia El Apocalipsis. Pero no, Cage se presenta contenido, serio, apenas un poco sobresaltado porque su hija lo pescó in fraganti tiroteando a una azafata, nada más: justo cuando más lo necesitábamos, el actor hollywoodense más trash se echa para atrás y opta por una interpretación correcta, sin riesgos, igual de desabrida que la de sus compañeros. Vic Armstrong, un conocido doble de riesgo que dirige su segunda película en más de veinte años, no sabe cómo filmar ni siquiera un intento de levante: pone la cámara en cualquier parte, pierde una enorme cantidad de información dramática y no acierta a encuadrar como la gente a dos personas en una habitación de dos por dos.

Si por lo menos El Apocalipsis pecara de autoconsciente y se riera de sí misma, de sus ínfulas de gravedad, de su incapacidad para narrar hasta el más intrascendente de los hechos, el asunto sería un poco más llevadero. Pero después de demostrar que el humor no es lo suyo (ver el “chiste” en el que una viejita confunde al joven periodista con Sinatra: la idea es ridícula, arbitraria, al que se le ocurrió el gag se le habrá cruzado por la cabeza que con juntar una anciana y a Sinatra en una línea alcanzaba para hacer reír a alguien), el director porfía en su intento de hacer cine catástrofe con resonancias bíblicas incluidas. Existen un par de intentos de romper con la medianía generalizada, en especial en los personajes del enano malo y del árabe que se defiende sin haber sido acusado por ningún otro pasajero (bueno, en realidad es el enano el que le revisa el bolso, pero ese no quiere a nadie) argumentando que los terroristas islámicos no tienen una tecnología para causar tal estrago, como si su origen automáticamente lo emparentara con ellos. Sin embargo, el conflicto principal no deja de ser una buena idea: que de golpe, sin que nadie sepa por qué, mucha gente se desvanezca en el aire dejando como restos mundanos solo su ropa y bolsos. ¿Por qué desaparecen? ¿Por qué ellos y no los protagonistas? Lamentablemente, la gruesa caracterización inicial de cada uno de los pasajeros del avión enseguida trasluce lo que debería ser un misterio hasta el final del relato: la gente que se esfuma, por oposición a los que quedan, parece estar alejada de vicios y malas intenciones, como si fueran portadores de alguna especie de pureza de la que los otros quedan excluidos (por si hubieran dudas, unas pocas escenas después de las desapariciones en masa, el guion nos dice insistentemente que ya no hay chicos, que todos se desvanecieron).

De todas formas, cuando la historia echa a andar la película adquiere una fluidez impensada que hace que nos olvidemos del mamotreto que tenemos delante, al menos por un rato. La transformación resulta curiosa, es como si el arribo definitivo del cine de catástrofe le prestara a El Apocalipsis algo de su eficacia y de su pulso narrativo: hacer género permite apropiarse instantáneamente de algunas de las mejores cualidades del modelo sin importar lo mal director que se sea, parece. El espacio del avión en especial le imprime algo de tensión a los movimientos de los actores, que hasta el momento del despegue se mostraban balbuceantes y desconectados y solo se limitaban a ubicarse dentro del plano sin chocarse demasiado unos con otros. Pero ni siquiera en esto El Apocalipsis es original: últimamente muchas películas transcurren dentro de aviones, o cuentan historias relacionadas con ellos, como El vuelo, de Zemeckis, Non-Stop: Sin escalas o Amores pasajeros; ahora que el cine parece haber devorado todas las imágenes que el mundo podía dar, y ahora que gracias al digital puede reproducir cualquier lugar e imaginar paisaje, resulta entendible que haya directores que quieran volver a esos espacios pequeños, llenos de restricciones y de obstáculos que son los aviones, como si la claustrofobia del entorno resultara finalmente liberadora para el cine. De todas formas, este no es el caso de El Apocalipsis, donde la geografía del avión surge más bien como una imposición del género, un escenario obligatorio y nada más.