El año del león

Crítica de Maia Debowicz - La Agenda

Restos de humedad

En El año del León, opera primera de Mercedes Laborde, Lorena Vega es una viuda jaqueada por una presencia irrevocable del pasado.

¿Qué sucede con un espacio cuando muere quien lo habita? Flavia (Lorena Vega) vive en una casa grande que hasta hace poco compartía con su pareja, León. Sin darle explicaciones al espectador, El año del León presenta a través de un tono dramático tenue a una mujer de 41 años que quedó viuda e intenta acomodar su nuevo presente. Los papeles del auto, la obra social, el contrato de alquiler. El desorden que tiene por dentro, en cambio, es invisible. La película no nos informa cómo ni cuándo murió León, ese hombre que sin estar lo ocupa todo. Porque lo importante en la ópera prima de la directora argentina Mercedes Laborde no es la muerte sino lo que sucede un minuto después. La calma después del tifón. Flavia y León no tuvieron hijos juntos, pero en esa casa que aún conserva la voz de un muerto adentro de un contestador también tenía su habitación Lucía (Malena Moirón). La pequeña hija de León que llama por teléfono una y otra vez para oir la voz de su papá, atesorada en un aparato eléctrico. Como nada es suficiente para mantener vivo a alguien que ya no lo está, Lucía sigue yendo a esa casa como si nada hubiese ocurrido. Usa la computadora, mira la televisión a todo volúmen y se queda a dormir algunas noches. Mientras tanto, Flavia trata de continuar con su vida, entre el trabajo y las reuniones sociales; las citas accidentales y el sexo sin compromiso. Pero Lucía irrumpe en su cotidianidad para inmortalizar a León. Un pacto silencioso entre ellas dos y el tercer personaje: la casa, que más que un espacio es un cuerpo que hay que mantener vital, como un órgano congelado cubierto de cubitos de hielo. Una situación similar sucedía en La habitación del hijo (2001), de Nanni Moretti, cuando el cuarto de Andrea, el hijo adolescente de Giovanni y Paola que encontró la muerte en la profundidad del mar, se mantiene intacto, como lo dejó quien ya no va a regresar. Todo lo que queda de Andrea es la disposición de los objetos en ese espacio. La manera de apilar los libros sobre la mesa de luz, lo rígida que se encuentra la colcha de la cama, la forma en que los sweaters cuelgan de las perchas dentro del placard. Es un espacio detenido en el tiempo. “Está todo rajado en esta casa, todo roto”, le dice Giovanni, furioso, a su mujer Paola mientras señala un cenicero y una tetera que intentaron arreglar con pegamento. La casa de esa familia está repleta de fisuras al igual que la casa que Flavia compartió con León, y que Lucía aún considera propia. La pregunta que atraviesa toda la película es qué las une hoy a Flavia y Lucía más allá del recuerdo de alguien a quien amaron mucho. Sí persiste un lazo entre ellas a partir de la ausencia de León.

Jordan
Lorena Vega es Flavia, una mujer en una casa demasiado grande
Tanto El año del León como La habitación del hijo son películas acerca de cómo ciertos vínculos funcionan como hilos tirantes capaces de arrancar un cadáver del ataúd. En el relato más desgarrador de Moretti los padres de Andrea se proponen mantener contacto con Arianna, la novia de su hijo que conocieron a través de una carta post mortem. Esa chica es la última oportunidad de traerlo de vuelta. Incluso pueden visualizar un futuro posible al descubrir detalles sobre él que jamás hubieran imaginado. Y, como en El año del León, las intenciones de ambos lados no siempre coinciden. Hay personajes más suspendidos que otros, y es en esa distancia donde nace la tensión. Arianna aparece en esa casa invadida de rajaduras porque desea conocer la habitación de Andrea que solo vio por fotografías. El espacio convertido en persona, la persona convertida en espacio. Y como Flavia y Lucía, esos padres y Arianna también deberán averiguar si existe un enlace entre ellos sin Andrea de por medio. Mejor dicho, si quieren que exista. El año del León replica el conflicto de las correspondencias sentimentales. Flavia quiere cerrar la puerta de esa casa que le quedó demasiado grande y mudarse a un departamento donde no quepa el vacío. Lucía se opone a su decisión porque no puede permitirse perder a su papá otra vez. Mercedes Laborde recorre minuciosamente los rincones del hogar roto, generando un suspenso emocional anclado en la amenaza de que una lámpara cambie de posición o que los alfileres ya no puedan sujetar a la pared las fotografías y el pasado caiga desmoronado por su propio peso. ¿Hay algo más aterrador que la certeza de saber que, aún detenidas, las cosas no se verán igual mañana? En definitiva, las películas de Laborde y Moretti también son relatos sobre la quietud, y para asegurarse de su permanencia deben entrar en juego las obsesiones, capaces de vigilar el comportamiento de los objetos. El motivo por el que la directora no necesita develar quién era León y qué clase de relación construyó con Flavia reside en que la historia de ellos está escrita en la organización de cada ambiente. Solo hay que saber mirar entre el ventilador y la almohada; entre el mantel y la heladera. Esa es una de las características que convierte a El año del León en una obra potente en secreto: la sutileza al narrar, entendiendo que las consecuencias de una muerte no pueden explicarse con palabras. Son las acciones chiquitas las encargadas de revelar el mundo fracturado de los personajes que rebotan entre el orden y el caos, entre la pausa y el movimiento. Laborde irrumpe en el cine nacional con una película que tiene una mirada personal y sensible sobre el duelo, que generalmente es retratado como si fuera un proceso que tiene principio y final, fecha de nacimiento y certificado de defunción. El año del León esquiva ese lugar común, deshaciendo toda clase de bordes que delimiten trayectos cerrados, para centrarse en el complejo vínculo de dos personas que ya no están obligadas a quererse ni a cuidarse entre sí y tienen por delante el desafío de descubrir una los contornos de la otra, en un escenario desconocido. En la misma casa donde vivieron o en una diferente. Siendo por primera vez dos en vez de tres. El clásico interrogante de si existe vida después de la muerte nunca se refirió a los difuntos y el más allá; sino a quienes se quedan y oscilan entre un extremo y el otro. El año del León, como La habitación del hijo, se anima a fusionar esos extremos, aceptando con una resignación liberadora que las despedidas nunca culminan, se transforman.